Entre la sarna y el COVID: 35 años de amistad del curaca José y el padre Ignacio

Curaca José Dispupidiwa y, a su lado, el padre ignacio Iráizoz durante una reuníon con la entonces viceministra de Interculturalidad, Patricia Balbuena, en Sepahua año 2015. Foto: Beatriz G. Blasco

Curaca José Dispupidiwa y, a su lado, el padre Ignacio Iráizoz durante una reunión con la entonces viceministra de Interculturalidad, Patricia Balbuena, en Sepahua año 2015. Foto: Beatriz G. Blasco

Por: Asier Solana (Ecclesia)

08:40|12 de julio de 2020.- “¡Buenos días, padre! Por favor, estoy enfermo hace buen rato ya, casi un mes. No como casi nada. Tengo dolor de corazón grande, me duelen los huesos. ¡Por favor, padre!, casi acabo de morir. Padre, por favor, ¡ayúdenos!”. En un castellano difícil de entender, José Dispupidiwa llama, a través de un video de WhatsApp, al padre Ignacio Iráizoz, un misionero dominico que llegó a la selva peruana a principios de los 70. Ambos se conocieron en 1985 en la comunidad nativa de Shintuya, y desde entonces el destino de los nahuas (antes también llamados sharas, que significa “bueno”) les ha unido.

José Dispupidiwa es el curaca (líder) de Santa Rosa de Serjali, una comunidad indígena que vive a orillas del río Mishahua, en un lugar de muy difícil acceso de la Amazonia peruana. Legalmente, son considerados indígenas en contacto inicial, esto es, que hace poco tiempo que han entrado en contacto directo con nuestra cultura occidental.

Para llegar hasta el lugar donde viven los nahuas, primero hay que pedir permiso al Ministerio de Cultura según la normativa y, si te lo conceden, hay que navegar varias horas río arriba hasta llegar a un puesto de control donde te toman los datos. Si no tienes permiso, no pasas, pues viven en una reserva, una zona protegida donde todavía habitan indígenas aislados. Lo que sí puede atravesar esa garita es el Internet satelital que tienen en Serjali y que han utilizado para pedir ayuda.

Los años pesan al padre Ignacio y un viaje de dos días de río en medio de una pandemia no es lo más indicado para la salud del misionero que ayer cumplió años, más de 70 y menos de 80, aunque con su habitual humor diga que él tiene 50. No podrá ir, como le ha pedido José. Pero eso no significa que se haya desentendido. Ya, con las noticias que llegaban desde España, el padre Ignacio puso en marcha la campaña ‘Siete pueblos, una voz’ junto a varios voluntarios y personas, sobre todo laicos, que en algún momento pasaron unos años en esta misión. “Tengo que agradecer a toda la gente de España que ha sido generosa”, resalta Ignacio.

Gracias a esta gestión y a otras, el padre ha conseguido medicinas y oxígeno para las comunidades de la zona. El encargado de llevarlas será el doctor Lucho, como conocen a Luis Adauto. Es el único médico que tiene el distrito de Sepahua, del que él mismo fue alcalde ocho años. Desde que el técnico de la posta de salud de Serjali advirtió que había personas con síntomas, Lucho ha hecho planes para hacer pruebas diagnósticas y tratar a los enfermos de COVID. Pero no es fácil dejar tres o cuatro días desatendido el resto del distrito, lo que le costaría en tiempo el viaje a Serjali. Debe velar por cerca de 10.000 personas que se distribuyen en una superficie más grande que el País Vasco y sin carreteras: solo las corrientes de los ríos Urubamba, Sepa y Mishahua. El contagio entre los nahuas es generalizado, y muchos de ellos son población de riesgo porque hay mucha desnutrición, anemia, o tuberculosis. En 2015 salió a la luz que casi el 80% de la población tiene altos índices de mercurio en sangre. Entre los más ancianos se encuentran los últimos testigos de una época en la que ninguno había visto una bombilla, y cazaban con arco. Tanto ha cambiado su realidad en poco más de tres décadas que algunos de ellos ya han sacado su carrera universitaria. La primera fue una mujer, Elsa, hija del curaca y que ahora es profesora en su comunidad.

En busca del padre en la enfermedad

Además de que en esta ocasión han vuelto a pedir ayuda al padre Ignacio, hay otro elemento en común con el primer contacto que mantuvieron con la misión: la enfermedad.

Como hoy, hace 35 años el motivo del grito de ayuda era similar. En aquel entonces, una enfermedad nueva para ellos había matado, en dos años, a la mitad de todos los nahuas: la sarna. Se habían contagiado de manera fortuita años antes. Mientras caminaban por el bosque, unos madereros habían escuchado ruidos sospechosos. Temiendo ser abatidos por flechas de los ‘calatos’ (los indígenas en aislamiento), salieron corriendo dejando, entre otros enseres, unas camisetas. Esas llevaban la sarna.

Sobre el calvario que pasó aquella comunidad durante dos o tres años, poco se puede decir. Pero uno de los que estuvo allí lo atestigua. Es Pep Rullán, hoy médico en Navarra, que en aquel entonces se encontraba con su mujer María José como laicos misioneros. Cuenta la historia en el libro Surcando el Urubamba. Intentando diagnosticar a la comunidad y ver sus problemas de salud más allá de aquel ‘rasca-rasca’ (así llamaban a la sarna), Pep preguntó qué pasaba con los niños, porque no vio ninguno menor de tres años. Le dijeron que habían decidido no tener hijos. De ello, Pep dedujo que tenían suficientes conocimientos de las plantas como para aplicar los anticonceptivos necesarios. Por otro lado, la decisión era lógica: sin niños que cargar, era más fácil moverse entre ríos y quebradas.

Pero antes de llegar a este punto, fueron una docena de nahuas quienes habían entablado el primer contacto, en tierra extraña para ellos. Se aventuraron en canoas río abajo buscando ayuda y llegaron a la misión de Shintuya un domingo de noviembre de 1985 en medio de la misa. Casi desnudos, saltando y gritando “¡Shara Sta, shara sta!” (¡soy bueno, soy bueno!), interrumpieron la eucaristía. Pasaron diez días en Shintuya, asombrándose por primera vez con elementos tan cotidianos como una bombilla o una radio. El padre Ignacio preparó la expedición con toda la presteza que pudo, pidiendo autorización al estado para entrar a la comunidad de los nahuas, y se dirigió allí con Pep y con Adolfo Torralba, otro misionero que podía hacerse entender en su idioma.

Los tres pasaron la Nochebuena de 1985 junto a un pueblo desconocido para la sociedad hasta entonces, y fueron los primeros ‘embajadores’ de eso que llamamos cultura occidental ante los nahuas. Unos pocos años después, Pep volvería a España a punto de ser padre por segunda vez. El padre Torralba seguiría muchos años en la selva, pero en 2005 falleció.

Entonces el curaca no era José Dispupidiwa (aunque ya estaba), sino otro hombre llamado Pandigón. Cuando murió, José fue reconocido por su comunidad como tal en un cargo que para ellos es vitalicio. Y esta vez, los nahuas vuelven la mirada a la misión ante la enfermedad. O mejor dicho, al padre Ignacio, porque lo que habría que aclarar es que, cuando a Ignacio sus superiores de la Orden de Predicadores le cambiaron el destino de Shintuya por el de Sepahua, todos los nahuas se movieron selva a través para estar más cerca de él.

Después de la sarna vinieron otras enfermedades, como con la tuberculosis, y en aquellas ocasiones también recurrieron al padre Ignacio. Y no era fácil, porque el tratamiento de la enfermedad dura varios meses en los que el misionero, literalmente, les dejaba su casa. La diferencia con la pandemia de ahora es que, en este caso, el coronavirus es tan desconocido para el padre Ignacio como la sarna para ellos hace tres décadas. De todas formas, una vez más, no les va a dejar solos.

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Publicado originalmente en: https://www.revistaecclesia.com/35-anos-entre-la-sarna-y-el-covid-la-amistad-del-curaca-jose-y-el-padre-ignacio/ 

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