El gran éxito de Nilda: que su familia consuma verdura todos los días

Humilde y voluntariosa, narra de forma sencilla cómo ha logrado cambiar los hábitos de alimentación de sus hijos tras animarse a trabajar un biohuerto con el apoyo de Cáritas Yurimaguas: “Antes comían puro atún y tallarín, ahora se preparan ensaladas”.

Por: CAAAP

14:30 | 08 de agosto de 2022.- “A veces mis hijos me preguntan por qué no quiero cortar mis árboles. En mi terreno hay como cien, de esos que se buscan para hacer muebles bonitos. Yo no entiendo mucho de árboles, pero les explico que ellos son los que nos dan oxígeno. Nos permiten respirar. Entonces mis hijos me bromean y dicen: mamita, tú tenías que haber sido bióloga o forestal. Dicen que sé de todo. Y no señorita, yo no sé de muchas cosas, pero eso es así. Por eso cuando voy a mi terreno solo limpio la mala hierba para que se mantenga libre, pero mis árboles siguen ahí, en pie”.

A veces la sencillez y el acierto de las mujeres indígenas abruma. Reflexiones como estas salen de la boca de Nilda Tapayuri Haycama. Tiene 42 años, cuatro hijos (el mayor discapacitado desde que a los siete años se cayó de un árbol) y una nieta a la que cría con el mismo amor que a todos. También tiene a su esposo, Adolfo Carihuasairo, al que define como un hombre bueno, que le apoya y le impulsa cuando siente que no puede más.

Nilda es madre, esposa, abuela y también presidenta del comedor social parroquial de Lagunas, un distrito de Alto Amazonas. Unas 16.000 personas lo habitan, la mitad en la capital Villa Lagunas y el resto en unas 50 comunidades indígenas (la mayoría del pueblo kukama-kukamilla, pero también chamicuros, kichwas y kandozis). Pero Nilda, además, es desde hace unos meses beneficiaria de un proyecto de Cáritas Yurimaguas que interviene en 15 zonas (cinco comunidades de Lagunas y diez de Yurimaguas). Con ese apoyo, ha impulsado su pequeño huerto familiar y ahora sus hijos comen mucho mejor, toman lo que la tierra les da. Asimismo, poco a poco se va ganando un ‘sencillo’.

Habla de su biohuerto como si de un hijo más se tratara, con mucho cariño. “Le cuido mañana, tarde y noche. Es trabajoso, pero la satisfacción es que mis niños ahora comen felices sus ensaladas que antes no querían”, explica. Sembró un poco de todo y pronto empezó a ver resultados: lechuga, pepino, cebolla china, ají dulce, caigua, culantro… “Ahora con lo que he podido ahorrar pienso comprar más semillas para sembrar, pero ya no en mi huertito de casa, que es pequeño, ahora haré algo más grande en mi chacra”, planifica.

Y es que ha comprobado que, en cuanto ofrece sus productos, los vecinos compran ‘al toque’. Pocos apuestan, todavía, por esta humilde pero casi segura forma de vida. “En el mercado todo está caro”, lamenta. El biohuerto es, además de un medio de alimentación, también un espacio que fortalece a su núcleo familiar. “Todos colaboramos, mis hijos siempre están ahí ayudándome y se han acostumbrado a comer las verduras”, explica, “ellos van y cogen lo que les apetece y se preparan sus ensaladas con arroz”.

Además de ampliar la producción, Nilda tiene en mente construir un pequeño galpón donde criar más y mejores animales. Como también está vinculada a un proyecto de crianza de cuyes, ahora tiene a su ‘hembrita’ gestando. “Le conseguí un macho y lo tuve unos días, ahora ya está gordita”, comenta. En este caso aún está expectante sobre los resultados, pero su mente ya imagina cosas mejores. Desde tener más gallinas “porque cuando te falta sencillo puedes venderlas o, si no, ahí tienes comida segura para tu familia”, hasta criar algún cerdito, pues un familiar ya le ha ofrecido uno. “Hay que dar ejemplo a nuestros hijos, ser personas buenas y trabajadoras”, sentencia.

Y su ejemplo trasciende dentro y fuera de su hogar. Nilda lleva más de 20 años, desde 2001, cocinando y repartiendo los almuerzos que se sirven desde el comedor parroquial. Casi un centenar de ancianos reciben, a diario, su comida. Quienes pueden caminar la recogen en sus propios envases reutilizables. Quienes no, son visitados por el párroco o las voluntarias para entregarles. Una encomiable labor diaria que Nilda comenta así: “Muchas veces, el otro día mismo, una vecina me preguntó cuánta plata nos da Cáritas por hacer nuestro huerto. Yo les dije que nada, que ni un sol, que ellos nos ayudan con semillas, pero luego es nuestro esfuerzo, sembrar, cortar, cuidar… pero lo primero que alguna gente espera es plata. Igualito es con el comedor. Preguntan: ¿cuánto te paga el padrecito? Ahí yo les explico que nosotras venimos a cocinar de corazón, con voluntad, para que coman las abuelitas, que nadie nos paga ni nos exige nada”.

Derrames petroleros, tala de madera y pesca intensiva: los grandes ‘males’

Escuchar noticias sobre algún derrame de crudo en el río Nucuray, afluente del Marañón, ya no es novedad en Lagunas ni en Yurimaguas, aunque rara vez la noticia trasciende a nivel nacional. Es zona de paso del Oleoducto Norperuano y, como en otros puntos de la región Loreto y Amazonas, la falta de mantenimiento de una infraestructura que lleva décadas operando suele ser, casi siempre, la razón del derrame. Vertidos de petróleo que tiñen de negro las aguas y que atentan directamente contra seguridad alimentaria de la población, no solo porque muchas comunidades usan el río como su principal fuente de agua (la mitad de la población de la región Loreto no tiene acceso al agua potable), sino porque a su vez contamina el pescado, base de la dieta de todo amazónico. Quizás no en el Nucuray, por la falta de estudios, pero sí en otras zonas como Chiriaco, se ha demostrado que el contacto con el crudo incrementa los niveles de metales pesados en sangre de la población.

Este es uno de los principales ‘males’ medioambientales que conviven en el distrito de Lagunas, pero hay más. La extracción maderera, cáncer común en toda la Amazonía, también se hace presente. El rédito económico, aunque la selva se asfixie, es la única bandera. Y un tercero, que cada vez golpea más, es la pesca intensiva para la venta en Yurimaguas, Iquitos o Tarapoto. Nilda cuenta que cuando va al mercado solo encuentra “pescados chiquitos”. Y es que los grandes se cargan en lanchas con sistemas refrigerados y se venden en la ciudad. “Esta zona ha sido de harto pescado, cuando yo era niña había pescado a diario, se conseguía aquí nomás, en un lago, ahora los que salen a pescar tienen que ir lejos, a uno o dos días de camino. Y con la carne pasa igualito, escasea y por eso está cara”, lamenta la mujer.

Es la fotografía de un día cualquiera de una madre de familia, como otras muchas, en Lagunas. Su cabeza está en planificar cómo sacar adelante su hogar, de dónde conseguir una ‘platita’ y qué cocinar. A Nilda siempre le acompaña la fe en Dios y en sí misma. Siempre mirando hacia adelante, dice. Hallando solución a los problemas, que nunca faltan. Y buscando aprender para vivir, poco a poco, un poquito mejor.

 

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