Más de 29.000 indígenas quekchí están en peligro de quedarse sin agua debido a la construcción de una hidroeléctrica
POR ROSA M. TRISTÁN (AXS)
El colegio tiene las ventanas rotas. Las sillas rotas. Las mesas rotas. No se ve un cable. Ni un grifo. El colegio está limpio, pero se cae a trozos. Si te asomas por la ventana, a lo lejos hay unas grandes tuberías, un hermoso canal lleno de agua y un cauce pedregoso, casi seco. Un charco de sapos. Es el Río Cahabón, en Alta Verapaz (Guatemala), el departamento del país con más hidroeléctricas sobre sus cauces, y también el departamento más pobre, con más analfabetismo y menos servicios básicos. Alianza por la Solidaridad lanza una campaña en defensa de los derechos humanos en esta zona, y quiero conocerla de primera mano.
A las orillas del Cahabón, viven unos 29.000 indígenas quekchí, mayas, gentes que fueron machacadas durante la cruenta guerra civil en el país entre 1960 y 1996, gentes que fueron desplazadas, más tardes reubicadas y represaliadas. Esta historia me la iban contando los compañeros de la organización ambiental guatemalteca Madre Selva mientras nos acercamos al colegio, en la comunidad de Santa Cecilia, municipio de San Pedro Carchá.
A medida pasamos por las comunidades del margen derecho del río, desde Cobán, la pobreza de esta zona agreste, salvaje a la vez que agrícola, sobre todo hermosa, se hace patente. No hace tanto que algunas comunidades consiguieron un pedazo de tierra gracias al crédito de un fondo nacional que quiso paliar la situación de los desposeídos: durante el siglo pasado, familias alemanas se hicieron dueños de grandes fincas en la región. Aún quedan algunas por aquí, y dan trabajo ‘a jornal’ a los quekchí por una miseria.
En este mundo, donde hay agua potable cuando mana de cielo o corre por el Cahabón, y donde no hay energía eléctrica que ilumine las noches, una gran empresa guatemalteca, Corporación Multi-Inversiones (CMI), está desarrollando el mayor complejo hidroelécrico del país, Renace. Comenzó a finales del siglo pasado, a poquitos, para que no se notara mucho. Al principio, era una pequeña presa y un embalse; también eran muchas promesas de desarrollo para una zona donde la mayoría de la población adulta tiene por firma su huella dactilar. Pero aquella primera fase Renace I se ha multiplicado por cuatro más, camino de cinco, a lo largo de 30 kilómetros. Guatemala es un país donde los recursos naturales para las grandes empresas son un recurso económico a exprimir y los indígenas son un impedimento en las cuentas de resultados. Necesitan nuestro apoyo.
Para CMI es una ventaja este sistema de tramos, con estudios de impacto ambiental a tramos que diluyen los impactos. Pero yo veo el cauce entubado en decenas de kilómetros, industrializado “a pedazos”, y su vida fluvial codificada en fragmentos en unos expedientes de un ministerio a cuyas puertas no llegan los quekchí. ¿Qué quiere reclamar? Tienen la web para hacer alegaciones… Ah, que no tienen luz. ¡Qué faena!
Antes de llegar al colegio de Santa Cecilia, hemos pasado por un lugar anterior a la presa. Allí es posible bañarse y hasta tirarse de cabeza en un agua limpia, rodeada de árboles. Más adelante, el paisaje cambia. Hay un canal que acaba en un túnel por donde viaja el agua, y los peces. En el río, apenas piedras en épocas de escasas lluvias, como ésta, que es cuando las comunidades más bajaban a sus orillas: “El Cahabón era nuestra vida, pero no lo han quitado para hacer dinero, para exportar energía al extranjero y aquí no queda nada. Los niños ya no aprenderán a nadar, ya no hay pescado, a veces llega agua sucia. Nadie nos dijo que esto iba a ocurrir”, se queja Roberto, un vecino de la El Progreso, quekchí de profundas arrugas como las de la gente de campo. “Aquí no tenemos agua potable, ni luz eléctrica, ni centros de salud, ni hospitales, ni buenas carreteras, apenas un pedazo de tierra… No tenemos nada, y se llevan lo poco que tenemos: el río”.
Por delante de su casa, la familia de Roberto ha visto pasar la maquinaria pesada que ahora construye las dos nuevas fases de Renace río abajo. Son obras que, como la que tiene enfrente, realiza la empresa española Grupo Cobra (ACS), del conocido Florentino Pérez, también presidente del Real Madrid. Cobra está contratada para construir tres de las cinco Renace previstas por la CMI, propiedad de una de las familias más poderosas del país. En 2014, Pérez regalaba al presidente de CMI, Juan Luis Bosch, una camiseta de su club, en una visita. Pero no fue a San Pedro Carchá. Aquí, Cobra llega, ‘cobra’ millones de euros y se va. Y lo que ocurra en el territorio no es asunto suyo. Que se encargue CMI. Los derechos humanos no están en el contrato. Por qué no recordarle que hay que incluirlos, apunta Alianza, empeñada en que le lleguen 10.000 emails en 10 días dentro de su campaña TieRRRa.
Y CMI se encarga. En el colegio de Santa Cecilia, donde el suelo es tierra y la lluvia entra por sus costuras, los niños lucen unas mochilas hechas en China en las que puede leerse: “Renace. Con orgullo, somos parte de tu comunidad”. Repartieron miles el verano pasado. También hacen talleres de nutrición, de familia y agricultura, reparten palas y picos o depósitos para el agua de lluvia. Incluso fiestas para niños con hinchables. “Eso son menudencias para el negocio que harán con 306 MW de energía durante 50 años. Nosotros queremos que nos ayuden, que nos apoyen para tener luz eléctrica y agua potable en casa. Dicen que crean trabajo, y sólo es mientras están las obras. Así compran voluntades de la gente, y generan conflictos en las comunidades, divisiones”. Me lo cuenta Ervin Cac Chun, maestro en la zona, que era niño cuando el Cahabón iba lleno y ahora lamenta lo sucedido. Me quiere mostrar otra zona por la que transitan mujeres cargadas de leña.
Aquí no hubo consulta como manda la normativa para pueblos indígenas
Ya hay varios campesinos denunciados por protestar por las obras. Les acusan de intimidaciones. “Aquí no hubo consulta como manda la normativa para pueblos indígenas. Ofrecieron cosas y la gente, que no tiene formación, no hizo nada, no sabía lo que pasaría con el Cahabón. Ahora ya es tarde para Renace I y II, pero en las comunidades donde ahora trabajan deben ser conscientes de lo que pasó aquí”, denuncia. “Deben pararlo y deben ayudarnos. Florentino debe ser consciente de lo que aquí pasa mientras construye esta obra. No puede lavarse las manos”, se queja.
Dejamos la escuela y seguimos la pista paralela al río. Está arreglada en algunos kilómetros, lo mismo en ambas orillas. Era imprescindible para que entraran las máquinas. A veces, algún quekchí con chaleco naranja, casco y una banderita para indicar el camino. Trabajo de Renace.
Cerca de Xicacao, otra comunidad, en cuyos aledaños se levanta Renace III, vemos a personal de la empresa repartiendo picos, palas y fumigadores. Apenas una docena de personas. “Muchos ya no lo recogen, no quieren nada”, dice un vecino. Otros se le enfrentan: “Nos dan trabajo, nos dan charlas, hicieron una escuela, aunque no tiene maestro. ¿Luz? ¿agua? Ah, no, eso no. Cuando llegaron si hablaron de ello, nos juntaron y votamos a mano alzada. ¿Eso es la consulta?”, me comenta una señora, vestida con su blusa de bordados típica quekchí y un bulto en la cabeza.
A media tarde, damos la vuelta de regreso a Cobán. A lo lejos se ven las torres de alta tensión, unos cerros desmochados, la orilla del río rota, grandes camiones que van y vienen, vallas que impiden el paso a las zonas de obras, que son muchas… Al borde del camino, chamizos que son casas de cuatro tablas, niños descalzos, campos de maíz resecos, mujeres con troncos sobre la cabeza…
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Fuente: El País