Ideología petrolera, por Franco Giuffra

El problema de PetroPerú no es que se le quiera privatizar, sino que pueda seguir funcionando con razonable viabilidad.

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Foto: El Comercio

Además de ser una empresa pública en problemas, PetroPerú es también una “prueba ácida” de los prejuicios ideológicos de la izquierda nacional. Uno de esos casos emblemáticos, como Sedapal, en donde simplemente no importa lo que diga la realidad. Ni un paso atrás.

Recordemos antes que en diciembre del 2013 se le autorizó a la empresa a construir Talara, contratar una consultora internacional para reordenarse integralmente, fortalecer su gobierno corporativo y abrir su capital.

Nada de ello ocurrió. Con el último derrame en la selva, por el contrario, se ha puesto en evidencia una vez más que esa empresa está a la deriva, de una forma más estructural de lo que se hubiera pensado. Su principal problema no es que se le quiera privatizar, sino que pueda seguir funcionando con razonable viabilidad.

Y aquí viene el prejuicio. Los políticos amigos del estatismo y del medio ambiente que tan esforzadamente protestan contra los proyectos “extractivistas” no dicen mucho sobre estos derrames petroleros. Ninguna marcha. Ninguna toma de carreteras. Ningún plantón. ¿Es diferente el daño si lo produce una empresa estatal?

No se necesita mucha imaginación para intuir lo que hubiera ocurrido si Shell, Exxon Mobil o Chevron hubieran desacatado una orden del organismo regulador, como hizo Petro-Perú, y como consecuencia de ello hubieran causado un derrame en la selva, en un oleoducto mal conservado, bajo su responsabilidad.

Ahora el debate no puede ser estado versus sector privado, en abstracto. No sirve de mucho recordar que, a nivel mundial, un porcentaje elevado de las reservas petroleras están en manos estatales. Tampoco repetir la idea de que muchísimos países tienen empresas estatales exitosas.

Ya estamos en una situación en donde esa discusión principista se ha opacado por una realidad aplastante: Petro-Perú no vuela. Cambia de gerentes, se le conceden autonomías, se le otorgan nuevas responsabilidades, se le permiten mayores precios, pero no vuela.

No nos sirven, pues, esos ejemplos internacionales. Sea porque no tenemos la fortaleza institucional, el ordenamiento legal, la capacidad de controlar y fiscalizar, en fin, las instituciones y personas correctas, a nosotros no nos funciona lo que en otros lugares es una maravilla.

Muy por el contrario, lo cierto es que el oleoducto está podrido. Los otros operadores nos van a requerir judicialmente porque no pueden sacar su petróleo. Loreto está en vías de quedarse sin canon. La refinería de Iquitos puede parar en cualquier momento. La empresa está sin rumbo y nadie cree en ella.

Apartemos de la discusión el tema de privatizar la empresa, simplemente porque la empresa no es privatizable. Nadie se va a cargar con el riesgo de los potenciales accidentes medioambientales derivados del oleoducto. O lo hará solo si el Estado peruano puede ofrecer garantías millonarias en compensación.

Las cuestiones son otras y más urgentes. ¿Qué régimen de gobierno se le puede imponer a esta empresa? ¿A quién debe reportar? ¿Tiene sentido seguir gastando en Talara o es mejor arreglar el ducto de la selva? ¿Qué pasa con la explotación a la que se le ha obligado por ley? ¿Quién puede determinar el daño real del oleoducto?

Más temprano que tarde, el nuevo gobierno tendrá que enfrentar estas cuestiones apremiantes. Ojalá puedan abordarse técnicamente, aunque seguramente es una ingenuidad. Un ex presidente de la empresa ha dicho hace poco que el reto ahora es “repotenciar Petro-Perú”. Acabáramos. Efectivamente, no hay peor ciego que el que no quiere ver.

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Fuente: El Comercio

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