En esta semana, el pueblo shipibo-conibo de Ucayali exportó por primera vez madera certificada a los Estados Unidos, en trabajo en conjunto entre el Estado, ONG, y privados. Domingo visitó una de las comunidades.
Por Renzo Gómez
Al rededor de 400 familias se verán beneficiadas con esta exportación.
Una mujer, envuelta en una cushma, solloza. Solloza pero su palabra no se interrumpe. Se aviva cuando parece ahogarse. Resuena poderosa.
“Hoy demostramos de lo que somos capaces, hermanos colonos. Es un día histórico. Ustedes no me entienden, pero yo sí. Queremos acercarnos. No nos dejen solos”.
Enfrente suyo, los ministros de Producción y Agricultura. Más allá, funcionarios del Estado, empresarios, periodistas. Hay rostros emocionados, pero también tensos, en la sala. Uñas mordidas. Ojos temblorosos.
Es mediodía del último martes, en la planta de la maderera Bozovich, en Lurín, y Diana Mori (39) o Reshin Kate (mujer que envuelve), una lideresa del pueblo shipibo-conibo, ha convertido -con su zamacón- esta conferencia de prensa, protocolar y aburrida, en una declaración de sinceridad. Mea culpas, ofrecimientos, y más mea culpas.
Es un día histórico, decía Diana Mori. Por primera vez el pueblo indígena shipibo-conibo ha exportado madera certificada (bajo los estándares FSC, el más alto del mercado) al extranjero. Pisos para terrazas, de alta calidad, adquiridos por la norteamericana Robinson Lumber Company. Un contenedor con 10 metros cúbicos de shihuahuaco, madera pesada y resistente, para el mundo. Valor agregado a las materias primas, por fin.
Nativos y colonos
La primera vez que gente de la Asociación para la Investigación y Desarrollo Integral (Aider) visitó Callería (pueblo al noreste de Pucallpa), Diana Mori tuvo un pensamiento indubitable: nos invaden.
El prejuicio, justificado por tantos engaños repetidos, era fuerte. Agrónomos e ingenieros forestales, hombres blancos al fin y al cabo, aparecieron de pronto, para hablarles de cosas extrañas como legalidad, certificaciones, y manejos sostenibles. Chino del más puro.
Nos encontramos en Callería (donde abunda pescado), la tierra de los incrédulos, donde crece la capirona y la quinilla (ideales para muebles), luego de una hora y media en bote. Nos acompañan Diana Mori; Juan Chávez (59), presidente del Consejo shipibo-conibo (institución que agrupa a los 25 mil nativos de esta etnia); y un par de miembros de Aider. Una utopía décadas atrás.
“No es fácil entender a un indígena, pero ellos nos ayudaron a entender”, dice Diana Mori, docente de profesión.
Comprender, por ejemplo, que podían ganar mucho más, trozando un árbol, que vendiéndolo en pie a los taladores ilegales. Y sobre todo, que el bosque, su inmensa despensa de frutos, plantas curativas y animales silvestres, podía terminar como un campo estéril y devastado, para siempre, si no lo cuidaban.
“Antes nos pagaban 30 soles por tumbar un árbol. Era poco, pero era plata fresca. Ahora recibimos 3 mil soles por hacerlo nosotros”, me cuenta Roel Guimaraes (37), el jefe de la comunidad. Incluso, se acogían al sistema ’80-20′. Es decir, de cada 100 árboles, los ilegales se quedaban con 80 y le dejaban 20 al caserío. Al precio que a ellos se les antojaba, además.
Ahora, ellos mismos manejan motosierras, aserraderos portátiles, censan sus bosques (solo talan de abril a octubre, de acuerdo al plan operativo).
En el 2005, Callería fue una de las cinco comunidades que certificó sus bosques. Hoy, es la única que se mantiene (la patente dura cinco años pero las auditorías son anuales). Según Guimaraes, actualmente, por año obtienen una ganancia promedio de 200 mil soles. Antes, a duras penas alcanzaban los 20 mil.
Cite indígena
Entre el 2006 y el 2008, nueve comunidades de Ucayali perdieron la certificación. Entre ellas, Puerto Belén. Hoy, un bosque marchito, sin vida, víctima de la deforestación más vil.
Certificarse era el camino, pero el más penoso también. Y no todos estuvieron dispuestos a soportarlo. “De nada nos servía contar con los estándares internacionales si las empresas preferían comprarle madera barata a los ilegales. Nos sentíamos frustrados”, señala Juan Chávez.
Cada vez que llegaban al puerto de Pucallpa acababan rematando sus trozas al mejor postor. Permanecer un día más en la ciudad era un gasto descomunal para sus bolsillos. Encima, la madera corría el riesgo de mancharse y quedar devaluada para el mercado.
Así nació el Centro de Transformación e Innovación Tecnológica Indígena (Cite indígena), formado por Promacer (asociación que aglutina a las comunidades certificadas) y el propio Aider. Primero, en 2009, como un centro de acopio, y a partir de 2012, como una empresa, con capacidad de imprimir valor agregado.
En este recinto, con capacidad para 300 metros cúbicos (algo así como 100 árboles), llegaron las trozas irregulares de shihuahuaco, provenientes de Pueblo Nuevo (a 25 horas de Pucallpa en peque peque), a fines de noviembre. Fueron transformadas en bloques manejables (16 pies de largo, 12 pulgadas de ancho y seis de espesor), y descansaron aquí hasta ser trasladadas a Bozovich, en Lima, donde les dieron los últimos acabados: secado artificial, cepillado con cuchillas y clasificación. Fueron ellos, quienes colocaron el producto final en USA.
“Las utilidades irán para las seis comunidades de manera proporcional”, asegura Pío Santiago (50), gerente general de Cite indígena. En este caso, Callería, Pueblo Nuevo, Roya, Junín Pablo, Buenos Aires y Nuevo Loreto.
El optimismo no es desbordante, sin embargo. En uno de sus salones descansan camas, floreros, vasijas y pipas varias. Prototipos que todavía les cuesta comercializar a gran escala. Lima aún es hostil. “En el 2014 entregamos 250 carpetas, a pedido de Foncodes, y nunca más nos llamaron. Quedó en fotos nomás. A veces el Estado prefiere al privado, lamentablemente”, se queja Pío Santiago.
Otra traba es el transporte. Ninguna de sus canoas es apta. Deben alquilar el servicio. Un bote cobra 15 centavos el pie tablar. Y trasladan no menos de 3 mil 500 pie tablares.
Marco legal
El Perú apenas exporta 150 millones de dólares de madera e importa mil millones de dólares. Chile, nuestro vecino, exporta cinco mil millones.
Cifras tan escandalosas empujaron al Estado a promulgar, en setiembre de 2015, luego de una larga espera, el reglamento de la Ley Forestal y de Fauna Silvestre N° 29763, aprobada en julio de 2011.
Esta ley acelera procesos y promueve medidas, como la certificación forestal voluntaria, con la aplicación de descuentos. Los shipibos-conibos recibieron un 60% en cuanto al derecho de aprovechamiento (30% por el estándar internacional, 20% más por transformar la madera dentro de la región y 10% por mantener la certificación por cinco años).
Fabiola Muñoz, directora ejecutiva de Serfor, observa el futuro con ilusión. “Es una política de Estado. Confío en que el gobierno entrante continúe por el mismo camino. Es posible trabajar decentemente con los pueblos indígenas”.
De regreso, en Callería, Diana y Juan, los anfitriones, nos invitan un sudado de bocachico, con arroz y plátanos sancochados. “El bosque es nuestro mercado. Sin él, no vivimos”, dice Juan. Proteger y no depredar.
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