Por Josefina Barrón
Su cámara no va a permitir que la impunidad gobierne. Quiere que se vea. Viendo, se siente. Sintiendo, se ve. En sus ojos habita la dureza. Son negros, como muchas de sus imágenes. Debajo de sus ojos, las sombras. Es una mirada dura porque honesta. Es la misma que vive detrás del lente.
No hay términos medios en Musuk. Su bigote delata que es hombre mayor. Lo es. Expresa muchos años de vida en su fotografía, a pesar de llegar solamente a los veintiocho. Maduro y precoz, ejerce el oficio de un documentalista y se revela poeta. Sus imágenes sacuden, despiertan, sobrecogen, se estampan sin rodeos en el alma. No se quedarán jamás en la piel de la retina.
Su madre lo llevaba de pequeño por el Perú. Ella, una antropóloga, él, un antropólogo en ciernes. Miró paisajes humanos a la vez que jugaba. Se conectó con la Amazonía en los territorios de Pucallpa y Tarapoto que su madre frecuentaba. Era un niño, aunque me hubiera gustado meterme detrás de sus ojos: ya miraba distinto de los otros niños. Ya miraba. A su madre le debe. Al diario en que empezó a trabajar apenas se graduó, también. «El Comercio» lo introdujo en la periferia de Lima y en la cruda realidad peruana. Desalojos, exhumaciones de cadáveres de víctimas de Sendero, primeras piedras puestas por los políticos y líderes de turno y un mundo de dramas humanos fueron vividos por Musuk. Enriquecieron su visión. Determinaron su vínculo con el Perú. Y su laborioso andar de fotógrafo.
¿Por qué el blanco y negro es mucho más que el color para expresar emociones a través de la fotografía? “A veces el color termina siendo una capa de información que, si no está justificada, distrae”, me responde. Nada distrae aunque el color estalle dentro de la imagen. Él, en su humildad, cree que separa foto documental de foto artística, cuando todas sus fotos cumplen con ambos.
Cuánto bien le hizo al pueblo asháninka que se haga visible el drama en que vivían. Musuk contactó a la etnia; quería ir a fotografiar la zona y a ellos. Casualmente, los asháninkas necesitaban llamar la atención de los peruanos: la inminente construcción de una represa amenazaba con desequilibrar la armonía de su territorio. No podían permitirlo. Musuk y Vera Lentz acudieron. Son imágenes de tremenda elocuencia. Estalla el verde, el rojo, el azul infinito del río Ene, y en medio de ese azul, Musuk retrata de casualidad a una niña que brota del agua. Es una luz; es la vida encarnada en el alma de esta etnia que conserva sus costumbres y entorno a pesar de las adversidades. El proyecto de la represa se canceló. Él puso su granito de arena.
A veces el Perú queda tan lejos que no lo vemos. Es una lejanía mental. Musuk ha capturado en su mirada los desiertos que un poco más allá del cemento persisten.
Una bandera se hunde en la arena. Está boca abajo. Él llama a esta imagen “Entierro”. Yo la llamo semilla. Es aquel que llega desde el Ande a poblar la nada y hacer nacer de esa nada alguna historia de vida. Es la reconquista del propio país. Eso hacen los migrantes, y eso hace Musuk cuando abre uno de sus ojos bien negros y aprieta el botón de su cámara: reconquista para sí mismo el Perú escurridizo.
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Fuente: El Comercio