POR WILFREDO ARDITO VEGA
16:53|10 de noviembre de 2016.- El incendio que la noche del jueves destruyó la comunidad shipiba de Cantagallo constituye otra de las muchas muestras de racismo ambiental que existen en nuestro país.
Normalmente, los peruanos creemos que el racismo se expresa en insultos o actitudes explícitamente ofensivas. Sin embargo, puede manifestarse en otros fenómenos como la contaminación ambiental. De hecho, a nivel internacional ya se ha comprobado que, aunque la contaminación es un problema global, su impacto es desproporcionadamente elevado para las poblaciones que enfrentan discriminación étnico/racial (RP 175).
Es más, las actividades más contaminantes, como la instalación de rellenos sanitarios, la exposición a plaguicidas, los relaves mineros, la contaminación por plomo o los vertederos de residuos tóxicos se suelen ubicar en las zonas donde habitan dichas poblaciones, incrementando los riesgos para su vida y su salud.
Realizada esta explicación, solamente queda hacer un recuento de muchas situaciones de contaminación que conocemos, desde los derrames de petróleo que afectan a las comunidades nativas de Loreto hasta la presencia de metales en el agua que ha afectado profundamente a las comunidades quechuahablantes de Espinar. Pensemos en la rotura de la tubería de relave que afectó a las comunidades de Pataz (La Libertad) la semana pasada. Pensemos también en los escolares de Nepeña afectados por la fumigación dispuesta por la empresa Gloria en el mes de mayo.
En todos estos casos, los perjuicios sobre el ambiente, la salud, la economía local recaen sobre poblaciones cuyos rasgos étnicos los hacen particularmente vulnerables. En los casos de comunidades campesinas y nativas, junto con el daño a la biodversidad, también se genera un serio deterioro a la calidad de vida.
Una y otra vez podemos comprobar cómo se suma la discriminación por factores económicos, geográficos y étnicos: los lugares donde no se cumplen las más evidentes regulaciones ambientales son aquellos donde viven personas indígenas y pobres. Ellos tendrán más problemas para reclamar ante las empresas involucradas o las autoridades estatales, para hacer una demanda judicial o para que los medios de comunicación decidan hacer un reportaje sobre sus padecimientos.
Intencionalmente o no, muchas actividades extractivas asumen que los costos ambientales pueden ser asumidos por estas poblaciones, como la empresa MMG que decidió unilateralmente eliminar el mineroducto de Las Bambas y trasladar el mineral por la carretera afectando a las comunidades. En este caso, como en muchos otros, se aprecia otra constante en el racismo ambiental: la exclusión de los discriminados respecto a las decisiones que afectarán sus vidas y su medio ambiente. Además, para los racistas ambientales, los campesinos son seres sin voluntad propia, manipulados por políticos, periodistas u ONG.
En el caso del Perú, además, una consecuencia adicional del racismo ambiental es la violencia letal hacia quienes protestan contra la contaminación. Como se ha denunciado recientemente, las empresas mineras han suscrito convenios con la Policía Nacional, pagando entre 100 y 110 soles diarios a cada efectivo como si fuera una policía privada. Por eso la policía actúa con tanta violencia en las protestas contra sus “empleadores”: a la trágica muerte de Quintino Cereceda en Apurímac se sumó ayer la de Pedro Valle Sandoval en Pataz y muchas más en los gobiernos anteriores.
Entretanto, el resto de la población suele naturalizar el sufrimiento que viven los afectados por el racismo ambiental, como si fuera “normal”. De hecho, normalmente en el Perú la reacción de solidaridad o empatía solamente surge ante una desgracia repentina como un terremoto o un incendio.
Regresando a la problemática de los shipibos de Cantagallo, el incendio ocurrido la semana pasada era en muchas formas una tragedia anunciada: precisamente por las precarias condiciones en que vivían la gestión anterior de la Municipalidad de Lima había dispuesto su reubicación en un complejo habitacional en el proyecto Río Verde, tomando en cuenta además que se verían especialmente afectados por el proyecto Línea Amarilla.
En este caso, el racismo ambiental es evidente cuando, en un arranque de improvisación, el Alcalde de Lima Luis Castañeda canceló el proyecto y dispuso los fondos destinados a sus viviendas para un bypass totalmente innecesario. No se pensó en las consecuencias para la vida de los shipibos ni menos aún en hacer alguna consulta.
Llama la atención que, en las gestiones anteriores de Castañeda, sí se había construido un importante proyecto habitacional, La Muralla, para quienes habitaban muchas casonas tugurizadas en el centro de Lima. En este caso, lo más probable es que Castañeda evaluara, equivocadamente, que el bypass sería mejor para su imagen ante la población. Es posible que se haya asumido, además, que por su condición étnica, los shipibos generarían menos solidaridad en el resto de los limeños
En el racismo ambiental subyace una forma de ejercer el poder y desarrollar las actividades económicas que considera a un sector de la población como seres con menos derechos. Y esa es la forma en que se gobierna el Perú y se gobierna Lima.
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Fuente: La Mula.pe
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