Se ha editado un libro que, más allá de los conflictos políticos y culturales, se acerca a la
milenaria cultura de los jíbaros, entre la historia y la leyenda.
Por Jorge Paredes Laos
13:21|04 de setiembre de 2017.- Los tristes hechos que los medios de comunicación llamaron el “Baguazo” no se iniciaron en junio del 2009. En realidad, empezaron varios miles de años atrás, cuando unos hombres procedentes de Siberia cruzaron el estrecho de Bering y llegaron, después de una interminable caminata, a una región esplendorosa surcada por una cadena de montañas que parecía dividir el mundo en dos: a un lado, el frío de las punas; y, al otro, el calor de un trópico bañado por torrenciales y enmarañados ríos.
En la noche de esos tiempos —según narra la propia mitología de estos pobladores— el mundo estaba habitado por ii aents, “hombres gente”, categoría que incluía a seres humanos, animales, plantas, montañas, ríos y valles. Sin embargo, un día Etssa, el sol, hizo un conjuro y solo ellos permanecieron como ii aents, con la misión de resguardar el bosque. Estos seres comenzaron a creerse superiores, por lo que Etssa hizo otro hechizo y todo se volvió hostil. Entonces, los ii aents fueron amenazados por el Panki (la anaconda), acechados por el Ikan-Ñahua (el jaguar), y atacados por las isulas, unas hormigas gigantes que traían enfermedades y muerte. La tierra ya no daba frutos a menos que se la trabajara, y los peces se escondían en los ríos y había que pescarlos con trampas. Poco a poco, este pueblo aprendió a perseverar, a sufrir y a luchar. Se volvió guerrero para conservar lo que Etssa le había dado y no dejó que nadie más mandara sobre él.
Desde el otro lado de la cordillera, un reino comenzó a preparar la invasión. Ellos lo llamaron el Iwa, la historia occidental los conoció como los mochicas. Fueron los primeros que trataron de penetrar en esa selva inexpugnable y fueron derrotados. Luego vinieron los incas y tampoco pudieron dominarlos. Después, llegó un poderoso ejército. Hombres barbudos que habían conquistado más de la mitad del mundo, y también fueron vencidos. Por ese tiempo sus enemigos comenzaron a llamarlos jíbaros (guerreros). Finalmente, nació un nuevo Estado, con sus colonos y sus empresas atraídas por recursos, como el petróleo, el oro, la madera y el agua, y una vez más estalló un conflicto que, según la memoria de este pueblo, es el mismo de siempre: gente que no quiere o no sabe compartir la selva sino solo explotarla. Gente que los ve como salvajes y quiere mandar sobre ellos.
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A mediados de los años setenta, Jaime Royo-Villanova no sabía qué hacer con su vida. Había sido gobernador civil en Salamanca y era vicepresidente en un banco de Madrid, pero sentía un vacío interior. Se lo comentó a uno de sus clientes, un padre jesuita, y este le dio un consejo que cambiaría su vida y su visión del mundo: “Anda a visitar la misión que tenemos en el Perú”.
Meses después él ya estaba navegando rumbo a Santa María de Nieva. Cruzó cinco ríos, atravesó el pongo de Manseriche, hasta llegar al Alto Marañón, en la región Amazonas. En ese primer viaje, con el padre jesuita Carlos Diharce, Royo-Villanova conoció a los awajún (aguarunas) y wampís (huambisas), dos de los pueblos que conforman la nación jíbara, y se enamoró de la selva.
Desde entonces, ha regresado 20 veces, en cada verano europeo. Se ha internado por el territorio de los candoshi y ha cruzado la cordillera del Cóndor. “Es el fin del mundo, tremendo, precioso”, comenta. “Con todos ellos he comido y bebido, cantado y bailado, reído y llorado, cazado y pescado”, agrega, y no se cansa de repetir que son las personas más hospitalarias del mundo.
“No se niegan a compartir la selva; eso lo tienen bien metido aquí”, dice mientras con los dedos se toca la frente. “Lo único que piden es lo que pediríamos en Madrid, en París o en Lima: que se extraiga la riqueza pero con limpieza para que ni el mercurio ni el cianuro contaminen los ríos, para que no se talen todos los árboles, para que no se vaya en contra de sus hijos ni de su cultura. Lo que ellos no quieren es que se destruya la selva, a la que ven como una madre, con gran espiritualidad”.
Royo-Villanova está sentado en la sala de una casa miraflorina que pertenece a la familia de quien fuera su amigo, el policía Juan Briceño Pomar. Lo conoció en Madrid cuando este fue expulsado de la institución por no aceptar el autogolpe de Fujimori. Aunque Briceño falleció el 2013, él se sigue alojando en esa casa cuando viene a Lima.
Por eso dice que el Baguazo le dolió mucho. “Murieron policías y aguarunas, y yo tengo amigos en ambos lados. Todo se debió a una operación muy mal hecha”, afirma. Para escribir La otra cara del Baguazo se ha entrevistado con todos los protagonistas de estos hechos (autoridades, policías, indígenas, jesuitas) y ha leído los informes posteriores, como el del entonces congresista Güido Lombardi.
Con el libro busca no solo contar lo sucedido aquella mañana de junio del 2009, sino llamar la atención sobre las incomprendidas culturas awajún y huambisa, herederas de esos milenarios jíbaros que en el pasado eran temidos por reducir las cabezas de sus enemigos muertos. Un hecho magnificado por la leyenda si se tiene en cuenta que ese ritual (tsantsa) solo fue ejecutado durante la guerra entre los awajún y los wampís hace más de un siglo. Por el contrario, en los últimos 60 años estos pueblos se han integrado cada vez más a la vida nacional, beneficiados por la educación bilingüe instaurada por los jesuitas en el Alto Marañón. Muchos de ellos tienen educación superior, como Santiago Manuin Valera, un sabio de la comunidad awajún y protagonista de este libro.
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La puerta del ascensor se abre y sale un hombre en muletas. Ha perdido la pierna izquierda. Viste una casaca negra, una camisa verde y un pantalón beige. Me estira la mano. Sonríe. Es Manuin, tiene 61 años, y está en Lima para la presentación del libro de su amigo Royo-Villanova.
“El pueblo awajún, la cultura jíbara, existe antes de la formación del Estado peruano”, cuenta con voz pausada. “Somos un pueblo que nunca ha ido a conquistar otro territorio. Si hemos luchado, ha sido para defender lo nuestro, cuando hemos visto que alguien ha querido abusar. Eso nos ha permitido existir por siglos, con los incas, con los españoles… con el señor Alan García”.
Manuin es actual presidente del Consejo Aguaruna Huambisa y lleva décadas en la defensa de los derechos ancestrales de su comunidad. Gracias a los padres jesuitas, ha podido seguir una maestría en Derechos Humanos en la Universidad de Deusto, en Bilbao, y otro curso sobre el mismo tema en Ginebra. Alguna vez se entrevistó con la reina Sofía de España —“me dio un cuarto de hora de audiencia pero nos quedamos conversando 45 minutos”, recuerda—. Era finales de la década del noventa y buscaba financiamiento para la titulación de las comunidades amazónicas.
El Baguazo cambió radicalmente su vida. “El gobierno fue soberbio y no quiso escuchar a la minoría”, dice. Entonces, él era uno de los dirigentes del paro con el que exigían la eliminación de los decretos que abrían las puertas a la explotación forestal, petrolera y gasífera en las tierras pertenecientes a las comunidades aguarunas.
La noche del 4 de junio, cuando el Congreso aplazó el debate para derogar estos decretos, los nativos que bloqueaban el kilómetro 201 de la carretera Belaunde Terry —la llamada Curva del Diablo— ya habían acordado retirarse del lugar. Sin embargo, las fuerzas policiales y militares los rodearon y apuraron el desalojo. Manuin cuenta que eso caldeó los ánimos: “A mí me dijeron: ‘¡Apu, retírate! Ahora nos toca a nosotros defender la Curva del Diablo. No queremos regresar a nuestros pueblos como perros, antes salimos muertos’”.
A las cinco de la mañana, las bombas lacrimógenas comenzaron a llover desde los helicópteros. Luego vinieron las balas. Santiago Manuin fue alcanzado por una ráfaga de ametralladora cuando pedía que se detuviera el desalojo. Se corrió la voz de que había muerto y eso enardeció más a los manifestantes. Muchos rompieron sus lanzas y las convirtieron en machetes. La lucha fue cuerpo a cuerpo. Murieron 33 personas.
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ENSAYO
La otra cara del baguazo
Jaime Royo-Villanova
Editorial: Planeta
Páginas: 216
Precio: S/ 59,00
Santiago Manuin estuvo herido por varias semanas en un hospital de Chiclayo y se pidió que fuera condenado a cadena perpetua. Después vino la diabetes y la amputación de su pierna izquierda. Recién, a fines del año pasado, la justicia lo absolvió. “Yo no vivo del rencor sino de la esperanza”, dice en el hotel de Miraflores donde se aloja. Después de un breve silencio, afirma: “Nosotros somos un pueblo camaleón. Nos adaptamos a las dificultades y podemos buscar nuestro propio desarrollo”.
Alguna vez leyó que un padre jesuita los definió como “unos guerreros pacíficos” y él está de acuerdo. En su memoria sigue siendo un ii aents, ese hombre gente solidario pero firme en la defensa de la selva.
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Fuente: El Comercio