Por P. Agustín Raygada Flores, OSA
21:00|02 de noviembre de 2019.- Nuestra iglesia de Iquitos despertó el primero de noviembre con una trágica noticia. Su pastor había muerto a causa de una bronconeumonía mientras dormía. A muchos nos sorprendió saberlo, al fin y al cabo Mons. Miguel Olaortúa Laspra, OSA, tenía sólo 56 años, relativamente joven. Acababa de participar en el Sínodo Panamzónico, su llegada al Vicariato tras el sínodo suponía para nuestra iglesia buenas noticias y nuevos aires en la pastoral, pero todo eso quedó en suspenso con su muerte. Muy pronto corrió la noticia y al poco rato ya se encontraban algunas personas fuera del Centro Pastoral con la esperanza de obtener alguna información más. Eran personas venidas de varias partes del vicariato, gente que quería saber qué había pasado con su pastor. Las primeras noticias oficiales empezaban a circular por las redes sociales, sacerdotes expresando sus condolencias, medios de comunicación radiales, televisivos y hasta uno que otro programa en la red cubrían la información con las primeras noticias que se sabían de boca de los encargados eclesiales. La noticia no tardó en hacerse internacional, importantes revistas de la iglesia y periódicos extranjeros anunciaban el triste deceso del Vicario Apostólico de Iquitos, tales como Religión Digital, Aciprensa, Prensacelam, Naiz (diario de la región española natal de monseñor), entre otros. Todos expresaban sus sentidos pésames a nuestro vicariato.
Ciertamente, asimilar la pronta y repentina partida de nuestro obispo nos resulta chocante y difícil de digerir, brota de nuestros corazones la legítima pregunta que en muchas ocasiones, más que pregunta se convierte en un reclamo: ¿Por qué?, y no hay respuesta cierta, sólo hay el silencio aparente de un cuerpo al que velamos callados algunos y con lágrimas otros; pero la pregunta no se aparta de nosotros: ¿Por qué ahora?; ¿Por qué, justo cuando ante nosotros se abre la posibilidad de nuevos cambios en la iglesia amazónica?; ¿Por qué Dios se lleva a nuestro obispo tan pronto?; ¿Por qué Dios se llevó a un amigo, un padre espiritual y un hermano? Es entonces cuando vienen a mi memoria las palabras de María, hermana de Lázaro: “Señor, si hubieras llegado a tiempo mi hermano no hubiera muerto”(Jn 11, 21), y las hago mías: Si tan sólo las circunstancias hubieran sido un poco más favorables, si tan sólo se hubiera tal vez, un poquito más, si tan sólo Tú, Señor, nos hubieras dado un poco más de tiempo, seguro las cosas no hubieran terminado así.
Mientras veo llorar a personas frente al ataúd de Mons. Miguel me repito una y otra vez lo mismo. Pero ese silencio aparente se rompe con la voz de la fe en las palabras de Jesús: “Yo soy la resurrección, quien cree en mí no morirá para siempre”(Jn 11, 25), monseñor no morirá para siempre y, al igual que él, no morirán para siempre mi abuelito, mi tía, mi hermano, mi amigo y yo mismo. No moriremos para siempre porque para el cristiano la muerte no tiene la última palabra. La muerte no es el final de nuestras vidas porque tenemos la promesa de Cristo mismo. La muerte, lejos de ser una parca, se convierte en un paso al cumplimiento de lo dicho por Jesús. Para el cristiano la última palabra la tiene Jesús, y de Jesús sólo salen palabras de vida eterna.
El horizonte del cristiano no se trunca por la muerte, ni siquiera se perturba por la incertidumbre de lo desconocido; sino que se aclara por la luz de la fe y se mantiene firme por la esperanza en las palabras de su Señor. El cristiano sabe que tiene un Dios de vivos, no de muertos, que es amor y no sádico; pues implantó en nuestros corazones el deseo de eternidad porque sólo él es capaz de saciar la sed de eternidad, no el dinero, no el placer, ni las seguridades de este mundo. Y la muerte nos recuerda eso, nuestra mortalidad es lo único seguro en esta vida, que el primer paso para morir es haber nacido, que nuestra naturaleza es ser caducos; pero que nuestra vocación es a la eternidad y que la misma eternidad se convierte en una gracia de Dios inmerecida.
Viendo llorar y rezar a esas personas frente al cuerpo de Mons. Miguel Olaortúa Laspra me pregunto ¿Por qué? y me respondo ¿Y por qué no? Al fin y al cabo algún día pasaremos por lo mismo y nos volveremos a encontrar con aquel a quien hoy despedimos.