España, Rusia o México son algunos de los países que, además de su Perú natal, han podido conocer el arte Shipibo-Konibo a través de una de sus principales embajadoras, Olinda Silvano. Mujer amazónica, indígena y migrante. Sus primeros años en Lima fueron muy complicados, pero gracias a su tesón personal, hoy siente que ha encontrado a través de la pintura y los tejidos su propio yo
Por: Beatriz García (CAAAP)
21:30|07 de noviembre de 2019.- “Llegar a la ciudad no fue fácil. Fue un golpe muy fuerte, por nuestras costumbres. Estamos acostumbradas a vivir al canto del río, de los bosques, de los animales, de los peces, comiendo sano y natural. Acá es diferente”. Antes de que su nombre fuera conocido, Olinda Silvano sufrió prácticamente las mismas situaciones a las que miles de mujeres migrantes deben enfrentarse en su decisión de abandonar sus comunidades y empezar de cero en el anónimo entorno de la ciudad. Al igual que otras hermanas y hermanos del pueblo Shipibo-Konibo, optó por hacer las maletas y probar fortuna en Lima. “Buscaba un lugar más grande donde vender mis productos para dar mejor educación a mis hijos, allá la educación está baja”, recuerda.
Eran los últimos años del siglo pasado. Hoy, Olinda Silvano es reconocida como una de las mejores artistas indígenas amazónicas del Perú enseñando a medio mundo la originalidad de los diseños y la cosmovisión de su pueblo Shipibo-Konibo. Conversamos con ellas sobre la historia que hay detrás de los éxitos y, sobre todo, de las dificultades de la mujer migrante en el siempre difícil asfalto de la capital de Perú, Lima.
- ¿Qué es lo que más le choca a la mujer shipiba cuando llega a Lima?
A mí me chocó estar lejos de mi familia, estar haciendo masato, comer nuestra patarashca y el cocinar plátano asado. Choca la alimentación y también la costumbre de estar con nuestras madres. En la comunidad el espacio es grande. En Lima alquilas un cuarto y te sientes como encerrada. Yo me sentía presa, lloraba mucho porque quería regresar y me agobiaba sin saber qué autobús tomar. Me fui adaptando poco a poco, era lo que tocaba. Puse a mis hijos en el colegio y empecé a trabajar.
- ¿Podemos decir que el trabajo le animó?
Posiblemente. Creo que soy una mujer trabajadora, he trabajado en todo: en pesca, en chacra, en arte… pero al llegar aquí no había para pescar, no había para hacer chacra… ¿y qué hacía yo aquí? Empecé a hablar con mis vecinas, pero no hablaban mi idioma y no las entendía mucho. Entonces tomé la decisión de vender, preguntaba cómo hacer papa rellena, mazamorra… Tenía que vivir de algo.
- ¿Se arrepintió?
Alguna vez sí, claro. Me arrepentía, pero mi padre me enseñó que jamás debemos retroceder, que tienes que intentarlo, que tienes que lograrlo, porque si pones los pies atrás pierdes todo. Yo buscaba shipibos por todos lados, lloraba. Una vez vi un shipibo en la pista, así que me bajé corriendo del bus y le abracé llorando. Le dije que me llevara donde ellos vivían, pero ellos estaban como yo, en un cuarto chiquito. Pero, al menos, ya me contacté con ellos hasta que encontré la casa de Tarata, allí todo estaba lleno de gente shipibo. No había espacio, no había pase, y regresaba triste a mi cuarto. Hasta que un día mi primo me dijo “Olinda, vamos a hacer una comunidad en Cantagallo”. Y yo dije… ¡vamos!
- Ahí comienza la historia de Cantagallo…
Entre diez personas empezamos a hacer nuestra comunidad. Fue un cambio grande, de estar amarrada, me sentí suelta. Hasta me había enfermando… no comía y me agarró gastritis. La primera casa fue Cantagallo, que yo construí y ahí nos amontonábamos. Había terreno para hacer casas, pero no había plata para los materiales. La gente venía a preguntarnos, algunos nos creían, pero otros no. Llegaba y llegaba gente. Así que en 2001 ya nos consolidamos como asociación con Gustavo Ramírez de presidente. Así fue aumentando Cantagallo, tiene una historia muy grande con momentos penosos, pero también divertidos. Empezamos a practicar nuestras raíces y nuestra identidad con más fuerza. Hablar nuestro idioma, compartir la comida, danzar, vender entre varios nuestro arte…
- ¿Todo cambió?
Sí, todo cambió. Ya no lloré, ya me sentía alegre, feliz porque era mi familia. No eran de mi comunidad, pero eran shipibos. También traje a mis padres y, luego, asumí la presidencia de Cantagallo. Pero un día tocaron la puerta de mi padre y le golpearon, gente de mal vivir. A los seis meses falleció. Ni siquiera denunciábamos porque no conocíamos casi nada ni a nadie. Éramos muy discriminados. Nos decían: “¿Por qué han venido a vivir aquí? Que se vayan a su tierra…”.
- Al ir por la calle con su vestimenta shipiba, ¿se siente muy observada?
Los primeros momentos sí. Nos decían: “¡Oye charapa! ¡Mujer caliente!”. Una vez me enfadé tanto que golpeé a un hombre porque insultaba a mi madre, y me dolía. Yo en ese tiempo no había recibido capacitaciones y mi abuela me había enseñado a defenderme. Después supe que las cosas no se arreglan así y que eso era violencia, yo no podía hacer eso. Tenía que calmarme y aprender otras maneras de defenderme.
- ¿No hubiera sido más fácil vestirse como limeña para que no le discriminaran?
Yo uso cualquier clase de ropa. La vida es para enfrentar, para hacer acostumbrar a la gente. Por ejemplo, el huito te pone la mano negra cuando te pintas el pelo y, a veces, en el carro me decían “que no suba la señora porque está cochina”. No somos cochinas, sino que usamos tinte o pintamos la cara porque eso nos hace feliz. Tenemos que enseñar qué es el huito, el tinte natural que tiñe tu pelo y nutre tu piel. Y ahora ya es moda. Alguna vez una de mis paisanas me decía “¿por qué te echas eso si estamos en la ciudad? Y yo le contestaba porque me gusta y para visibilizar nuestra identidad. No importa que hablen, ya se acostumbrarán… y cuando lo hagan tú ganas un espacio.
- ¿Todavía hay quien siente vergüenza de sus raíces?
Lamentablemente sí, pero cada vez son menos. Yo nunca me avergüenzo de lo que soy, más bien me siento orgullosa. A veces, en el aeropuerto, me piden foto. Claro, los shipibos y todos los indígenas ya tenemos derecho de viajar lejos… Estoy orgullosa de ser shipiba y llevar mi cultura lejos, siento que ya ganamos un espacio cuando antes era cerrado, cuando no nos valoraban y nos discriminaban. Yo soy Shipiba-Koniba, pero de Perú, y tengo el mismo derecho que todos los peruanos de estar en Lima. Migramos, pero sin olvidar nuestras raíces ni nuestros orígenes, más bien difundir. Yo sé que, en los colegios, todavía hay discriminación. A mis hijos les golpearon por ser shipibos. Incluso, algunos profesores les ponían al costado o no les revisaban sus cuadernos.
- ¿Artesana o artista?
Creo que nos podemos llamar artistas porque artesana nos minimiza como algo chiquito y lo que nosotras hacemos no es pequeño. El arte Kené tiene mucho esfuerzo y dedicación detrás. Digo que somos artistas de Cantagallo para darle un valor. Antes no sabía esa diferencia. Este tipo de cosas las aprendes en la formación. Por ejemplo, agradezco al CAAAP, aquí es donde he hecho crecer mi liderazgo, he aprendido, y toda esa fuerza me ha dado valor para salir adelante. He trabajado con diferentes artistas y he ido aprendiendo. Ahora, como entonces, sigo trabajando, pero siento que ya soy yo misma, lo que no era antes.
- ¿Cree en el arte para lograr cambios? ¿Cómo define su arte?
El arte es vida, es terapia, te cambia la vida. El arte habla. No podrás llegar tú más allá, pero tu obra puede hablar. Eso es. Por ejemplo, lo que nosotras pasamos como mujeres… Hay mujeres violadas que, con su arte, pueden llegar a denunciarlo. No son capaces de hablarlo, pero lo cuentan de esa forma.
- ¿Por qué dice que también el arte es terapia?
Sí, el arte nos cura. Mi experiencia después del incendio de Cantagallo el 4 de noviembre de 2016 a las 11 de la mañana me lo demuestra. Al día siguiente sólo había ceniza. Empezamos a llorar, pero… ¿qué hacemos llorando? Tienes vida, eso es lo importante, y la sabiduría que nadie te quita. Los regalos no son eternos, pero el trabajo sí te lo mereces, y ahí empezamos a pintar el mural en San Isidro. Empezamos llorando, luego cantamos, hablamos y nos olvidamos. Seguíamos pintando… Lo mismo en el tren eléctrico, y así nos fuimos curando. Por ejemplo, mi hija no podía dormir porque soñaba que el fuego venía. Así que le mandé a un concierto y al día siguiente me dijo: “Mamá, ya no soñé eso, ya me olvidé, ya me olvidé”. El arte nos cambia la vida. A mí me abre la posibilidad de conocer el mundo. Yo no tengo dinero, pero mi arte me lleva. Hay gente que te valora, pero lo importante es estar segura de lo que tú eres. En primer lugar, conócete, valórate… y así saldrás adelante.