La esencia de nuestra existencia hasta que el sol se apague

Foto: M.A. Marugán

Por: Alberto Chirif

12:00 | 28 de septiembre de 2020.- El pasado viernes 25 fui invitado a participar como presentador del libro indicado en el título de estas líneas, por cierto, un nombre hermoso anunciador de los textos significativos que lo componen. Compartí ese honor con Gregorio Mirabal, coordinador de la Coordinadora de Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (COICA); Leydi Burbano, del pueblo Quillasinga de Colombia; Haroldo Salazar, expresidente de Aidesep; y Chris van Dam, de ForestTrend. Como moderador actuó Jorge Agurto, coordinador de Servindi.

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Comentar en detalle un libro tan rico en experiencias es muy difícil. Se trata de 65 testimonios muy valiosos, agrupados en once temas, entre ellos: territorio y buen vivir, justicia indígena, lengua e identidad, resolución de conflictos, y gobernanza económica y producción. Me limitaré a hacer comentarios sobre este último tema: gobernanza económica y producción económica.

Una cuestión central en la pérdida de autonomía de los pueblos indígenas es su dependencia de la economía de mercado, tanto para la adquisición de dinero, como de alimentos y otros bienes. Esto se debe principalmente al haberse ellos dedicado a cultivos comerciales y a la venta de su mano de obra como peones de chacras ajenas o enganchados para extracción de madera.

Esta dependencia ha acarreado severas pérdidas para los pueblos indígenas. En primer lugar, pérdida económica, porque el intercambio que les impone el mercado a los indígenas, y en general a casi cualquier productor, es desigual. El productor vende barato y compra caro. En el caso del enganche para extracción de madera, ya sabemos que los patrones y comerciantes de madera mantienen a la gente sujeta mediante deudas que esta nunca llega a pagar y que al final la someten en una relación de esclavitud disfrazada. En segundo lugar, pérdida de calidad de los alimentos, ya que no es igual comer un sábalo o cualquier otro pescado o fresco que uno de mala calidad envasado. Luego, hay perdida de fortaleza en las relaciones sociales, ya que la producción propia de alimentos implica fuertes vínculos entre las personas para tareas como tumbar el monte a fin de establecer una chacra, construir una casa u otra. A su vez, estos vínculos se ven fortalecidos por la reciprocidad, es decir, por el hecho de compartir carne o pescado, sabiendo que el receptor más adelante hará lo mismo cuando cace o pesque. Y, por último, pérdida de identidad. Porque la alimentación es uno de los factores centrales de la identidad de las personas de cualquier sociedad y no solo en las indígenas.

Me detengo en esto para explicar por qué considero que es así. Los niños establecen las primeras relaciones con el mundo mediante los olores, sabores y textura de los alimentos preparados por sus madres. Aprende estas sensaciones no con la razón, sino con los sentimientos, antes de tener capacidad analítica y de expresión de ideas mediante el lenguaje. Se trata de algo muy poderos que la persona asimila no por la razón sino por el aire que respira. Y esto sella, no por decisión propia sino por aprehensión de los sentidos, la identidad de las personas. Por tanto, recuperar la soberanía alimentaria, además de mejorar la alimentación de las personas y consolidad su autonomía, fortalece los lazos sociales de la comunidad y la identidad de la gente. A veces hay programas dedicados a “recuperar –o fortalecer– la identidad de los pueblos indígenas” que tratan el tema como si fuese un factor independiente del resto de la vida de las personas. Por esto, se quedan en el discurso y fracasan.

Vivimos en un mundo inestable y frágil, basado en la ilusión del desarrollo y el progreso ilimitado. El progreso no puede ser ilimitado porque la riqueza del mundo tiene una única fuente: la naturaleza y la naturaleza es limitada, pero además está siendo severamente agredida por industrias extractivas que no solamente exterminan especies, sino que destruyen y contaminan ambientes. El llamado desarrollo ha hecho que la riqueza se concentre en pocas manos y que las grandes mayorías sean cada vez más pobres. Y no puede ser de otra manera. Lo explico con un ejemplo. Imaginemos a la riqueza como una torta. Si unos pocos se quedan con la mayor parte, el resto no alcanzará para satisfacer las necesidades de la mayoría.

El sistema económico actual se ha mantenido a pesar de su fragilidad. Pero la pandemia ha golpeado por igual a países pobres y a países ricos. El hecho de que los Estados Unidos, el país más rico y poderoso de la tierra, sea el que presenta el mayor número de contagiados y de muertos, hace ver que el dinero, por sí solo, no es el único factor para hacer frente a las grandes crisis.

Los pueblos indígenas tienen varias fortalezas. En primer lugar, tienen territorio, y por más que estos hayan sido recortados por los procesos de colonización y contaminados por las industrias extractivas ofrecen aún un inmenso potencial para construir sus autonomías. En segundo lugar, tienen identidad basada en un origen común, una lengua propia y redes de relaciones sociales que son el fundamento de su economía y de su sistema de administración de justicia y solución de conflictos. La identidad es un bien escaso en la sociedad peruana, que se manifiesta solo con ocasión de un partido de futbol o un campeonato deportivo, pero que es tan efímera como la duración de estos eventos. En cambio, lo que si dura los 365 días del año es la corrupción de políticos que tienen la morbosa habilidad de desconectar sus discursos patrióticos de sus actos delictivos que despojan a la población, el factor central de una patria, de los recursos económico que deberían servir para atender sus necesidades de educación, salud y otras.

Los pueblos indígenas tienen asimismo conocimientos para aprovechar aquello que, con buen criterio, mi amigo Shapiom Noningo califica de “bondades de la naturaleza”, en vez de “recurso natural”, concepto que está marcado por el extractivismo y la comercialización de la naturaleza.

En la Amazonía peruana, algunas organizaciones indígenas echaron mano de estas fortalezas para enfrentar la pandemia: controlaron el tránsito en sus territorios, desarrollaron un amplio plan de comunicación sobre el virus, sus estragos y las maneras de prevenir los contagios, colaboraron con las autoridades locales de salud en sus visitas periódicas y determinaron lugares de aislamiento para los retornantes a las comunidades y aquellos que mostraban síntomas de haber sido contagiados. Todos estos esfuerzos, sin embargo, se derrumbaron por la acción del propio Estado que, torpe y autoritario, fue incapaz de coordinar con las organizaciones para ver de potenciar sus iniciativas. Peor aún, desautorizó medidas de control territorial puesta en marcha por las organizaciones, con eso de “el Estado soy yo”, y puso en marcha medidas, que, si bien tenían buenas intenciones, terminaron convirtiéndose en generados de mayor contagio. Es el caso del bono que obligó a la gente a viajar a los centros poblados donde existen agencias bancarias y concentrase, sin mantener la distancia recomendada como medida de prevención.

Puedo decir que la autonomía de los pueblos indígenas se basa en dos cuestiones. La primera es de carácter normativo y, la segunda, social y política, En cuando a lo normativo, considero que en la actualidad existen las medidas suficientes para ejercer la autonomía, tanto en las leyes nacionales, como en las internacionales: Convenio 169 de la OIT y la Declaración de la ONU sobre los derechos de los pueblos indígenas.

El problema radica en la cuestión social y política. La colonización ideológica ha hecho creer a las sociedades indígenas que son incapaces para ejercer su autonomía y, en muchos casos, y esto lo he comprobado personalmente, las han inducido a pensar que siempre falta una nueva norma para poder hacer efectiva su autonomía. Se trata de un camino sin fin, ya que cuando esa norma se consigue, entonces se inventa la necesidad de otra.

Con frecuencia, las organizaciones han burocratizado el tema de la autonomía, mediante la elaboración de proyectos financiados por la cooperación internacional que, por lo demás, suelen culminar en informes y recomendaciones de nuevos proyectos e investigaciones. Lo que se necesita a mi juicio es un trabajo de base para discutir que las lenguas se mantiene no con proyectos sino con familias que se comunican mediante ellas con sus hijos; que la identidad se refuerza mediante la soberanía alimentaria y la recuperación de la culinaria propia; y que la justicia indígena tiene como como requisito básico no denunciar los problemas ante las autoridades policiales ni menos judicializarlos. Esto no requiere de proyectos sino de un trabajo de comunicación efectivo entre las dirigencias y las bases, entre las cuales actualmente existe bastante desconexión.

No tengo la menor duda de que en el mundo frágil en que vivimos crisis como la actual se van a repetir, no necesariamente por un nuevo virus, sino por fallas en el sistema. Imaginemos un colapso en las fuentes productoras de energía eléctrica y lo que esto significaría para las sociedades industrializadas. Los pueblos indígenas serían los menos afectados, ya que la electricidad no llega aún a la mayoría de sus comunidades, pero el descalabro sería total en dichas sociedades.

Si algo puede enseñar la pandemia actual es la necesidad de prepararse mejor para nuevas crisis. Y la soberanía alimentaria es un factor central para enfrentar nuevas crisis.

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