Por: Alberto Chirif y Juan Carlos Ruiz Molleda
18:45 | 3 de junio de 2021.- ¿Cuántos indígenas murieron en las diferentes etapas o booms del caucho en el Perú? ¿Por qué el Estado y la sociedad permitieron el exterminio de tantos indígenas? ¿Qué pueblos y que culturas desaparecieron y se perdieron para siempre? ¿Cuáles fueron las causas y las condiciones institucionales que posibilitaron este exterminio indígena? ¿Cómo ocurrió este genocidio, en que zonas y en qué tiempos? ¿Quiénes fueron los responsables, quienes fueron los autores materiales y los autores intelectuales de esto genocidio?
¿Tienen los pueblos indígenas y la sociedad en su conjunto derecho a saber qué paso con sus padres, abuelos, en esa etapa? ¿Qué hay que hacer para que este exterminio no se repita? ¿El lamentable exterminio de indígenas por los caucheros son parte de la historia de nuestro país? ¿Qué relación tiene la etapa del caucho con la decisión de los pueblos indígenas en aislamiento voluntario y contacto inicial? ¿Comprender estos pasajes contribuirá a entender la situación actual de los pueblos indígenas afectados por la explotación petrolera, maderera, palma aceitera, minería ilegal etc.?
En definitiva, ¿tiene sentido investigar qué pasó en el pasado para que no se repita en el futuro? A estas preguntas precisamente, intenta responder la creación de una Comisión de la Verdad.
- ¿Cómo impactó la etapa del caucho en los pueblos indígenas amazónicos?
La explotación de las gomas silvestres afectó a la mayoría de los pueblos indígenas asentados en la Amazonía, aunque de maneras distintas. En las zonas donde existían las gomas silvestres se dieron dos procesos diferentes. Uno fue “limpiar” el área de población indígena, exterminarla mediante bandas armadas por los patrones, para luego, mediante sus propios trabajadores, dedicarse a la recolección de las gomas. El otro fue enganchar a la población mediante el sistema de habilitación, que creaba deudas impagables en los habilitados, que eran trasmitidas de padres a hijos. En las zonas donde no existían gomas silvestres, los patrones, de manera forzada o con acuerdos amañados, reclutaron población indígena para trasladarla hacia las zonas de producción.
La “limpieza” de zonas de asentamiento para luego dedicarlas a la explotación de las gomas fue una práctica común en los lugares donde existían árboles de caucho (Castilloa ulei), una especie que no se sangra en pie, como la shiringa o jebe (Hevea brasiliensis), sino después de que el árbol ha sido talado. A confesión de parte relevo de pruebas, reza un viejo adagio legal y a él nos remitimos en este momento para citar ejemplos. Cuarenta años más tarde de la muerte de Carlos Fermín Fitzcarrald, cauchero peruano de origen norteamericano que operó entre el Urubamba (Cusco) y Madre de Dios, Zacarías Valdez, que trabajó con él, escribió un libro alabando sus proezas[1]. En este texto se encuentran pasajes en los que Valdez relata, con soltura y orgullo por la labor cumplida, una serie de enfrentamientos con mashcos (personas del pueblo Arakmbut): Escribe: “Tuvimos media hora de fiero combate e infligimos numerosas bajas a los salvajes que tuvieron que retirarse ante la enérgica actitud de nuestros combatientes” (Valdez, 1944, p. 17). En el río Colorado (Karene en lengua arakmbut) tuvieron lugar nuevos combates, que obligaron a los indígenas a refugiarse en los afluentes del Manu. En una de estas expediciones, organizada para castigar a los indios, Fitzcarrald embarcó 800 personas en numerosas canoas. Antes de llegar al caserío, bajaron a tierra y comenzaron una marcha por el monte con el objeto de rodear el asentamiento de los indígenas. Hecho esto, una descarga cerrada dio inicio a la masacre de los asaltantes apertrechados con carabinas Winchester y Rémington, según relata Valdez. Las incursiones posteriores ni siquiera tuvieron carácter punitivo, sino simplemente de limpieza del área. Se atacaron caseríos indígenas durante la noche, mientras la gente dormía, en los cuales se masacró a la gente y se capturaron niños (Ibíd.: 18-23). Indica Valdez que luego de uno de estos ataques, Fitzcarrald “…plantó la bandera peruana y bautizó el río acabado de descubrir con el nombre de Colorado debido a que sus aguas turbias traían color rojo” (Ibíd.: 23.). Otra versión señala que el color era consecuencia de la sangre de los indígenas asesinados.
En su diario de viaje, escrito en 1897, el sacerdote franciscano Gabriel Sala[2] relata los hechos más saltantes de la travesía que él realizó en compañía de Carlos Fermín Fitzcarrald, por los ríos Pichis, Pachitea y alto Ucayali (en Izaguirre 1922-1929: 470-71). El misionero contrasta, sin ninguna actitud crítica ni menos indignación, los lujos, “el buen orden del servicio y lo variado y exquisito de los manjares y licores de la atención que se le brindan en el vapor Bermúdez”, con lo que sucedía afuera de este, donde los colonos se rifaban una muchacha india o pagaban sus deudas con otra “de buenas formas”, mientras los marineros y gente de tercera, “como una peste de langostas”, rebuscaban las casas de los indígenas llevándose lo que encontraban, “sin cuidarse del dueño de la chacra que los estaba viendo” (Sala, en Izaguirre, Vol. 10, p, 475).
En un momento de su diario, Sala critica la hipocresía de la gente: “Todos claman en contra del negocio de venta de carne humana que se hace por estas tierras; pero desde la primera autoridad, hasta el último chacarero o comerciante, desean tener un chunchito o una chunchita para su servicio; y si no lo tienen, no dejan de pedirlo a cualquiera que se meta a la chunchada o que se vaya de correría; y una vez que lo consiguen, se lo agradecen muy bien y le pagan” (Ibíd.: 473).
Gabriel Sala, misionero franciscano, no denunció ninguno de estos hechos ante las autoridades peruanas y simplemente se limitó a escribirlas en su diario, como sucesos normales.
Por otro lado, existen numerosos casos de población indígena que fue traslada a lugares lejanos de sus territorios tradicionales, para destinarla a trabajar en la extracción de gomas silvestres. Para captar esta mano de obra, los caucheros realizaron, en unos casos, acuerdos amañados con los indígenas y, en otros, correrías mediante bandas armadas. Por esta razón hoy se encuentra pobladores quichuas santarrosinos del Napo ecuatoriano[3], shipibos del Ucayali[4] y yines del Urubamba en Madre de Dios, y estos últimos también en Bolivia[5]; y asháninkas en el Yurúa brasileño. En algunos casos, la misma población indígena optó por recluirse en zonas aisladas, fenómeno que ha dado origen a lo que hoy se conoce como pueblos indígenas en aislamiento voluntario[6].
Un caso muy especial de traslado de población indígena hacia zonas alejadas de sus territorios tradicionales ha sido el de personas pertenecientes a los pueblos Bora, Huitoto, Ocaina y otros, quienes estaban asentados en el gran espacio interfluvial comprendido entre los ríos Putumayo y Caquetá, después de que este quedase en manos de Colombia, a raíz de la firma del tratado de límites Salomón-Lozano, en 1922, ratificado en 1928. Mediante este tratado el Perú cedió también el Trapecio Amazónico, donde se encuentra la ciudad de Leticia. El traslado de esas personas se realizó en dos etapas, la primera (entre 1923-1930), hacia la margen derecha del Putumayo y, unos años más tarde (a partir de 1934), más al sur, hacia los ríos Napo, Ampiyacu y, en menor proporción, Nanay, los tres en el departamento de Loreto.
Antes del traslado, la mencionada población indígena y otras más que habitaba esa zona, fue objeto de la barbarie de una empresa peruana liderada por Julio César Arana, un cauchero peruano originario de Rioja (San Martín). Con el argumento de defender la patria y de civilizar a los indígenas, la empresa de Arana sometió a los indígenas a condiciones inhumanas de trabajo, que incluyeron torturas, la muerte por inanición y asesinatos a quienes intentaban escaparse o no cumplían con las cuotas fijadas de entrega de caucho. Estos hechos están documentados en libros e informes escritos por los jueces peruanos a quién el Estado peruano encomendó investigar los hechos y sancionar a los culpables. Los jueces, Carlos A. Valcárcel[7] y Rómulo Paredes[8], escribieron documentos que dan cuenta, con detalles y pruebas, de estas atrocidades.
Sin embargo, la actitud del Estado no fue transparente y decidida para castigar a los autores de estos crímenes. Al inicio de las denuncias, fue ciegamente defensiva, negándose a investigar las graves imputaciones contra los caucheros y brindando escaso apoyo al juez titular de la investigación de los hechos, Carlos A. Valcárcel. Este fue amenazado por Arana y otros caucheros, que controlaban el poder político y económico en Iquitos, porque no tuvo reparos en denunciar los crímenes de los caucheros y la hipocresía de los funcionarios, como se evidencia en el siguiente párrafo:
“Pero la culpa de que en el extranjero se haya hecho confusión entre los procedimientos de funcionarios degradados y los del país en general, la tenemos nosotros mismos, porque no ha habido entereza bastante para denunciar a esos funcionarios; porque no hemos tenido valor moral suficiente para decir que el Perú no se hace solidario con unos cuantos empleados públicos que han traficado con el honor de su patria, porque no hemos dicho que ha sido posible que se cometan en el Putumayo los crímenes más estupendos que registran los anales de la criminalidad; porque unos cuantos individuos, que han desempeñado funciones públicas, ocultaron esos crímenes, desde que principiaron a perpetrarse, prestándose a ser cómplices o encubridores; porque no hemos querido decir que hemos tenido hasta ministros de Estado, abogados de los asesinos del Putumayo, que han empleado su influencia en el Gobierno en beneficio de esos asesinos; y porque no se ha mandado a presidio a todos esos funcionarios, tan criminales como los más del Putumayo”. (Valcárcel, 1916, pp. II-III).
La actitud del Estado de ocultamiento de los sucesos también se demuestra por haber mantenido en secreto el informe del juez Rómulo Paredes y por demorar en dictar órdenes de captura a los imputados. Posteriormente, el Estado peruano ha sido responsable, junto con los propios caucheros y sus defensores, por haber tejido una historia que sigue presentando a los caucheros como defensores de la patria y civilizadores. Finalmente, debe señalarse que el Estado jamás ha pedido perdón a los pueblos indígenas afectados por los crímenes realizados y por no haber actuado en defensa de la persona humana como manda la Constitución. Mucho menos aún, ha puesto en marcha medidas de reparación por el daño infligido a los pueblos indígenas.
Para entender mejor la actitud del Estado hay que decir que solo intervino a causa de la presión internacional, ya que la empresa Julio César & Hnos. había sido convertida, en 1907, en empresa británica y registrada en Londres. Esta medida fue una estrategia de su gerente, Julio César Arana, para, por un lado, captar nuevos capitales en el país que en ese tiempo era el principal comprador de caucho amazónico; y, por otro, dejar a salvo sus intereses en una zona que estaba en disputa entre Colombia y Perú. Cualquiera que fuera el resultado de las negociaciones fronterizas, los intereses de Arana quedarían a salvo, ya que su empresa era británica. Sin embargo, el desarrollo de los acontecimientos no fue como él los esperaba, ya que, a raíz de las denuncias, el Parlamento inglés se vio obligado a intervenir y ordenó una investigación precisamente porque se trataba de una empresa británica.
La Iglesia Católica recién tomó algunas medidas en 1912, cuando el escándalo había tomado proporciones internacionales, a raíz de las denuncias en Londres de las atrocidades cometidas contra los indígenas en la zona de explotación del caucho. Primero fue con la publicación de la encíclica de Pío X Lacrimabili statu indorum, en las que se refiere a las condiciones inhumanas a que están sometidos los indígenas de América del Sur, pero no menciona ni a los caucheros ni a el trato que estos daban a los indígenas específicamente en la zona del río Putumayo. Luego, el Vaticano envió un sacerdote para que averiguara sobre la situación de los indígenas también “en América del Sur”, y finalmente estableció una misión en La Chorrera, en el río Igaraparaná, actualmente Colombia, para atender a los indígenas infieles.
Además de los impactos que sufrió la población en las estaciones caucheras ubicadas entre los ríos Putumayo y Caquetá, maltrato, torturas y asesinatos, padeció otros adicionales luego de su traslado hacia la margen derecha del río Putumayo, zona que pertenecía al Perú. En 1932, a raíz de la captura de Leticia por la Junta Patriótica de Loreto, se desató un conflicto armado entre ambos países. Colombia atacó los poblados peruanos ubicados en la margen derecha del Putumayo, muchos de ellos, fundos donde los caucheros habían trasladado cerca de 7000 pobladores indígenas desde la orilla izquierda. El Ejército Peruano envió tropas por tierra, atravesando los varaderos que comunican el Putumayo con el Amazonas. Los enfrentamientos y la epidemia de viruela llevada por los soldados que combatían, generó una tremenda mortandad entre las personas, como se deduce de los testimonios de los descendientes de esas personas[9].
Los impactos en toda la población indígena afectada por el auge de la explotación de las gomas silvestres son consecuencia de las características principales de ese proceso, que fueron la violencia, la matanza, la tortura, la coerción para dedicar a la gente a trabajar en beneficios de otros y no de ella misma y el desplazamiento de personas a lugares lejanos de sus territorios ancestrales. En el caso de la población indígenas Bora, Huitoto, Ocaina, Resígaro, Nonuya y de otros pueblos de la zona del Putumayo, tuvo un impacto incluso mayor porque estaban organizados en clanes. Estos eran unidades sociales que se identificaban por tener un origen común y por estar sus miembros vinculados por lazos de parentesco y alianza. Las autoridades morales de esos clanes, llamados en castellano curacas, mantenían los conocimientos tradicionales que organizaban la vida social y productiva del grupo. Los curacas eran los que podían realizar fiestas, que eran eventos en los que los clanes intercambiaban conocimientos y canciones con productos de la chacra, del monte o con alimentos manufacturados, como las tortas de casabe. Las matanzas de los caucheros borraron algunos clanes de la faz de la tierra y otros quedaron con tan poca gente que no les fue posible cumplir con las ceremonias tradiciones. La muerte de los curacas significó asimismo la desaparición de las personas con legitimidad, por tener el conocimiento, para realizar fiestas y construir maloca.
En suma, la época del caucho perturbó el orden moral de los integrantes de los clanes quienes, sin la autoridad moral de los curacas que normaran las relaciones sociales entre ellos y con miembros de otros clanes, han quedado desorientados y han sido fácil presa de patrones madereros u otros extractores ilegales que los manipulan para hacerlos trabajar en su propio beneficio.
- El derecho fundamental a la verdad en caso de graves crímenes contra los derechos humanos
El Tribunal Constitucional (TC en adelante) ha reconocido como derecho fundamental de rango constitucional y exigible judicialmente, el derecho individual y colectivo de los peruanos a conocer graves y sistemáticos crímenes contra los derechos humanos de un sector de la población, con la finalidad de extraer lecciones para que estos hechos no vuelvan a suceder en el Perú. En palabras de este alto tribunal:
“La Nación tiene el derecho de conocer la verdad sobre los hechos o acontecimientos injustos y dolorosos provocados por las múltiples formas de violencia estatal y no estatal. Tal derecho se traduce en la posibilidad de conocer las circunstancias de tiempo, modo y lugar en las cuales ellos ocurrieron, así como los motivos que impulsaron a sus autores. El derecho a la verdad es, en ese sentido, un bien jurídico colectivo inalienable”. (STC No 02488-2002-HC, f.j. 8)
Añade en relación con el contenido de este derecho que:
“Las personas, directa o indirectamente afectadas por un crimen de esa magnitud, tienen derecho a saber siempre, aunque haya transcurrido mucho tiempo desde la fecha en la cual se cometió el ilícito, quién fue su autor, en qué fecha y lugar se perpetró, cómo se produjo, por qué se le ejecutó, dónde se hallan sus restos, entre otras cosas”. (STC No 02488-2002-HC, f.j. 9)
No se trata de hurgar morbosamente el pasado de forma infructuosa. Para el TC, la falta de investigación y de conocimiento de graves crímenes contra los derechos humanos, puede afectar el funcionamiento de las instituciones. Y es que no se puede construir una sociedad sobre esta realidad ocultada e invisibilizada.
“no sólo deriva de las obligaciones internacionales contraídas por el Estado peruano, sino también de la propia Constitución Política, la cual, en su artículo 44º, establece la obligación estatal de cautelar todos los derechos y, especialmente, aquellos que afectan la dignidad del hombre, pues se trata de una circunstancia histórica que, si no es esclarecida debidamente, puede afectar la vida misma de las instituciones”. (STC No 02488-2002-HC, f.j. 9) (Resaltado nuestro).
La especificidad de este derecho no está solo en la violación de determinados derechos fundamentales, sino en el desconocimiento de lo que verdaderamente ocurrió:
“Es un derecho que se deriva directamente del principio de dignidad humana, pues el daño ocasionado a las víctimas no sólo se traduce en la lesión de bienes tan relevantes como la vida, la libertad y la integridad personal, sino también en la ignorancia de lo que verdaderamente sucedió con las víctimas de los actos criminales. El desconocimiento del lugar donde yacen los restos de un ser querido, o de lo que sucedió con él, es tal vez una de las formas más perversamente sutiles, pero no menos violenta, de afectar la conciencia y dignidad de los seres humanos”. (STC No 02488-2002-HC, f.j. 16) (Resaltado nuestro).
Continua el TC, y precisa que la esencia del derecho a la verdad es conocer hechos graves que implican una afrenta a la dignidad humana de cientos de ciudadanos peruanos indígenas:
“Asimismo, el derecho a la verdad, en su dimensión colectiva, es una concretización directa de los principios del Estado democrático y social de derecho y de la forma republicana de gobierno, pues mediante su ejercicio se posibilita que todos conozcamos los niveles de degeneración a los que somos capaces de llegar, ya sea con la utilización de la fuerza pública o por la acción de grupos criminales del terror. Tenemos una exigencia común de que se conozca cómo se actuó, pero también de que los actos criminales que se realizaron no queden impunes”. (STC No 02488-2002-HC, f.j. 17) (Resaltado nuestro).
De otro lado debemos decir, que no solo está el interés de los propios pueblos indígenas sino el interés de todos los peruanos que queremos saber qué paso en la etapa del caucho con miles de indígenas que fueron esclavizados.
“Si el Estado democrático y social de derecho se caracteriza por la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad, es claro que la violación del derecho a la verdad no sólo es cuestión que afecta a las víctimas y a sus familiares, sino a todo el pueblo peruano. Tenemos, en efecto, el derecho a saber, pero también el deber de conocer qué es lo que sucedió en nuestro país, a fin de enmendar el camino y fortalecer las condiciones mínimas y necesarias que requiere una sociedad auténticamente democrática, presupuesto de un efectivo ejercicio de los derechos fundamentales”. (STC No 02488-2002-HC, f.j. 17) (Resaltado nuestro).
Detrás de iniciativas como esta hay un propósito muy claro: las garantías de no repetición. No se trata de desenterrar el pasado o de resucitar a los muertos, sino que estos hechos no vuelvan a ocurrir en el futuro.
“Tras de esas demandas de acceso e investigación sobre las violaciones a los derechos humanos, desde luego, no sólo están las demandas de justicia con las víctimas y familiares, sino también la exigencia al Estado y la sociedad civil para que adopten medidas necesarias a fin de evitar que en el futuro se repitan tales hechos”. (STC No 02488-2002-HC, f.j. 17) (Resaltado nuestro).
Se trata de un derecho que no prescribe con el paso del tiempo. En palabras del TC: “El conocimiento de las circunstancias en que se cometieron las violaciones de los derechos humanos y, en caso de fallecimiento o desaparición, del destino que corrió la víctima por su propia naturaleza, es de carácter imprescriptible”. (STC No 02488-2002-HC, f.j. 9)
Finalmente, el TC es muy claro cuando reconoce que este derecho puede ser exigido a través de procesos constitucionales. En palabras de este alto tribunal, “si bien el derecho a la verdad no tiene un reconocimiento expreso, sí es uno que forma parte de la tabla de las garantías de derechos constitucionales; por ende susceptible de protección plena a través de derechos constitucionales de la libertad, pero también a través de ordinarios existentes en nuestro ordenamiento jurídico, pues se funda en la dignidad del hombre, y en la obligación estatal concomitante de proteger los derechos fundamentales, cuya expresión cabal es el derecho a la tutela jurisdiccional efectiva”. (STC No 02488-2002-HC, f.j. 20) (Resaltado nuestro).
- Un antecedente a tomar en cuenta: La Comisión de la verdad que investigó los crímenes durante el conflicto armado interno
El Estado ha investigado los graves crímenes ocurridos durante el conflicto armado interno ocurrido entre los años 1980 y 2000 fundamentalmente, aun cuando exclusivamente, en la zona andina, pero aún no ha investigado los crímenes cometidos por los caucheros en la zona amazónica. En tal sentido, la Comisión de la Verdad creada en el año 2001 por el gobierno de Paniagua, es un antecedente importante que debemos tomar en cuenta.
Como sabemos, el artículo 1 del Decreto Supremo N° 065-2001-PCM, creó la Comisión de la Verdad encargada de “esclarecer el proceso, los hechos y responsabilidades de la violencia terrorista y de la violación a los derechos humanos producidos desde mayo de 1980 hasta noviembre de 2000, imputables tanto a las organizaciones terroristas como a los agentes del Estado, así como proponer iniciativas destinadas a afirmar la paz y la concordia entre los peruanos. La Comisión de la Verdad propenderá a la reconciliación nacional, al imperio de la justicia y al fortalecimiento del régimen democrático constitucional”.
El mandato de esta comisión fue el siguiente:
Artículo 2°.- La Comisión tendrá los siguientes objetivos:
- Analizar las condiciones políticas, sociales y culturales, así como los comportamientos que, desde la sociedad y las instituciones del Estado, contribuyeron a la trágica situación de violencia por la que atravesó el Perú;
- Contribuir al esclarecimiento por los órganos jurisdiccionales respectivos, cuando corresponda, de los crímenes y violaciones de los derechos humanos por obra de las organizaciones terroristas o de algunos agentes del Estado, procurando determinar el paradero y situación de las víctimas, e identificando, en la medida de los posible, las presuntas responsabilidades;
- Elaborar propuestas de reparación y dignificación de las víctimas y de sus familiares;
- Recomendar reformas institucionales, legales, educativas y otras, como garantías de prevención, a fin de que sean procesadas y atendidas por medio de iniciativas legislativas, políticas o administrativas; y,
- Establecer mecanismos de seguimiento de sus recomendaciones.
Los pueblos amazónicos al igual que los pueblos andinos, tiene derecho a saber qué pasó en la etapa del caucho con los pueblos indígenas, pues se cometieron graves crímenes y se extermino a pueblos enteros.
- ¿Por qué es importante una comisión de la verdad que investigue la etapa del caucho?
Debemos comenzar por señalar que, si bien las comisiones de la verdad han surgido, en el marco de los procesos de violencia política, nada obsta su utilización en relación al caso de las muertes ocasionadas durante la etapa del caucho. Estas comisiones surgen cuando han ocurrido sistemáticas y graves violaciones a los derechos humanos, impulsadas o toleradas por el Estado, contra determinados sectores de la población.
Ciertamente, la idea no es escarbar y reabrir viejas heridas, o generar conflictos o enfrentamientos entre la población. Muy por el contrario, la idea es investigar seriamente estas violaciones, y sobre todo identificar las estructuras institucionales, con la finalidad de adoptar las reformas institucionales necesarias, para que estas no vuelvan a ocurrir en el futuro.
Una Comisión de la Verdad es parte de un proceso más grande de verdad y justicia. Una Comisión de la Verdad, desencadena un proceso de verdad y justicia, pero no agota este proceso. Una Comisión de la Verdad es en realidad, el primer paso o el primer momento de un proceso más complejo y de más largo aliento, de verdad, justicia y reconciliación. Se trata de un proceso de largo plazo, que busca antes que abrir heridas, cerrarlas, no sobre la base de la impunidad de estas graves violaciones, sino de la justicia y la reparación a las víctimas. Solo entonces de esa manera se podrán empezar a cerrar las heridas dejadas por estas violaciones.
Como puede advertirse, la función de la Comisión de la Verdad y reconciliación no es imponer justicia, no es reparar a las víctimas, no es perdonar por las víctimas. Simplemente, es establecer una base fáctica de hechos, los cuales ya nadie podrá negar. La misión de una Comisión de la Verdad es investigar y acreditar un conjunto de hechos, para que, a futuro, no se dude de ellos, no se les niegue, por más dolorosos que ellos sean. No puede haber justicia sino se sabe qué paso, ni reparación y perdón sino no hay justicia, pues la justicia jamás puede apoyarse sobre la impunidad de los abusos y de las graves violaciones a los derechos humanos.
El propósito de una Comisión de la Verdad debería vincularse y enmarcarse en estos procesos de verdad, justicia y reparación. No es suficiente que realice las labores de una comisión investigadora. Por el contrario, es obligación del Estado procurar crear las condiciones que nos encaminen a un proceso de reconciliación del Estado con el pueblo amazónico, históricamente postergado, continuamente abusado, por causas como la explotación petrolera irresponsable y la secuela de contaminación tras de sí.
- Palabras finales
Si bien la etapa del caucho ha acabado, lo que no ha acabado es la violación de derechos fundamentales de pueblos indígenas, en contextos de actividades extractivas, por ejemplo. Ya no es el caucho ahora, sino la explotación de otros productos los que dejan una estela de destrucción de hábitats y de contaminación, afectando el acceso de estos pueblos indígenas a los recursos naturales que garantizan su subsistencia. Hoy encontramos la explotación petrolera, la minería ilegal, los madereros ilegales, la palma aceitera, etc. Estas actividades afectan los derechos de los pueblos indígenas. Por eso es que consideramos que conocer más en detalle lo que pasó en la etapa del caucho, podría ayudarnos a reflexionar como país, a confrontarnos con esos hechos, a asumir las responsabilidades que nos corresponde, para que estos hechos no vuelvan a ocurrir.
[1] Zacarías Valdez. El verdadero Fitzcarrald ante la historia. Imprenta El Oriente. Iquitos, 1944.
[2] 1897. “Exploración de los ríos Pichis, Pachitea y Alto Ucayali y de la región del Gran Pajonal”. En Izaguirre, Bernardino, 1922-1929. Historia de las Misiones Franciscanas y narración de los Progresos de la Geografía en el Oriente del Perú. Tipografía de la Penitenciaría. 14 vols. Lima. Ver Vol. 10, pp. 303-602.
[3] Rummenhoeller, Klaus. 2003a. Los Santarrosinos en el departamento de Madre de Dios: apuntes sobre su desarrollo histórico y su situación actual. En Huerta, Beatriz y Alfredo García (eds.) Los Pueblos Indígenas de Madre de Dios. IWGIA. Copenhague, 2003, pp. 156-164.
[4] Rummenhoeller, Klaus. 2003b. Shipibos en Madre de Dios: la historia no escrita. En Huerta, Beatriz y Alfredo García, op. cit. pp. 165-184.
[5] Smith, Alejandro. 2003 Del ser Piro y el ser Yine. Apuntes sobre la identidad, historia y territorialidad del pueblo indígena Yine. En Huerta, Beatriz y Alfredo García, op. cit. pp. 127-143.
[6] Huertas, Beatriz y Alfredo García (ed.). Los Pueblos Indígenas de Madre de Dios. IWGIA. Copenhague, 2003.
[7] Carlos A. Valcárcel. El proceso del Putumayo. Imprenta “Comercial” de Horacio La Rosa & Co. Lima, 1915
[8] Publicados por primera vez en el Perú en Chirif, Alberto y Manuel Cornejo. Imágenes e imaginario de la época del caucho. Los sucesos del Putumayo. CAAAP/IWGIA/UCP. Lima, 2009, pp. 75-149.
[9] Ver Alberto Chirif. Después del Caucho. IWHIA. Lima. Lluvia Editores/CAAAP/IWGIA/IBC, Lima, 2017, pp. 225-440.