Alberto Chirif: Pactos y rupturas entre pueblos indígenas y el Estado

Por: Alberto Chirif

El texto que ahora presento fue redactado a pedido del Seminario Permanente de Investigación Agraria, que realizó un conversatorio el pasado sábado 17 de mayo, para abordar los tres temas ejes que se tratarán en la próxima reunión del Sepia. Uno de estos ejes es el que anuncia el título de este escrito; los otros son: territorialidades indígenas de la Amazonía peruana y dinámicas de transformación y violencia vinculadas a las economías informales e ilegales. La reunión del Sepia estará dedicada a la Amazonía y se realizará en agosto de este año en la ciudad de Oxapampa, en la región de Pasco.

Alberto Chirif en Tarapoto

Alberto Chirif en Tarapoto

Se me ha pedido exponer sobre la historia de pactos y rupturas entre los pueblos indígenas y el Estado peruano. Me voy a referir sobre todo a los preconceptos que han moldeado la mirada negligente o abiertamente agresiva del Estado sobre los pueblos indígenas.

La República recoge imaginarios ya desarrollados durante la Colonia respecto a la Amazonía y sus habitantes originarios, aunque los impregna con características más acordes con los tiempos. Ya no le interesa resaltar el carácter de sus habitantes como “infieles” que requieren ser salvados por la gracia divina administrada por los misioneros, sino su condición de “salvajes” que requieren ser civilizados. Sucesivos gobiernos establecen nuevas maneras para justificar su dominio sobre los pueblos originarios e imponer sus estrategias para aprovechar los recursos de la región. La inexistencia en la Amazonía de minas y de tierras para implantar cultivos extensivos y crianzas de animales, como en la Costa y los Andes, determinó que estos factores fueran poco relevantes durante la Colonia, que puso énfasis en la conversión religiosa. Los nuevos vientos que corren durante la República, procedentes de la Revolución Industrial, han laicizado el pensamiento e impulsan el desarrollo tecnológico y los avances de la ciencia moderna. La Amazonía se constituye en un espacio que debe ser conquistado por gobiernos y ciudadanos que creen en el progreso.

La conquista de la selva y sus habitantes, ambos salvajes según el Estado, adquiere apariencia de imperativo moral para los gobernantes —aunque se realiza de la manera más inmoral que se pueda imaginar—, a fin de que el país logre su desarrollo económico sobre la base de la explotación de tierras amazónicas consideradas de una fertilidad sin límite, a juzgar por la existencia de los ricos bosques que sustentan. La propuesta oficial es reemplazar “árboles improductivos” por cultivos capaces de alimentar al país e incluso al mundo. ¿Por qué los pueblos originarios no han conseguido poner en valor los recursos de su entorno? Porque son ociosos e ignorantes (en tiempos actuales el presidente Alan García les aplicará el epíteto de “perros del hortelano” cuando estos se opusieron a sus planes para despojarlos de sus territorios). La conclusión entonces fue que debía fomentarse la colonización de la Amazonía con población europea “blanca” (así, literalmente, definía una de las leyes de inicios de la República a los emigrantes deseados); y de construir infraestructura carretera para facilitar el acceso a la región.

Además de la atribuida fertilidad de las tierras había dos cuestiones más que, a consideración de los gobiernos, facilitaban la tarea de desarrollar la colonización de la Amazonía: la escasa inversión que el Estado debía realizar para desarrollarla, que se reducía al costo de la construcción de infraestructura vial (muy precaria durante el siglo XIX y hasta la segunda mitad del XX); y de constituir la región un espacio vacío. Me detengo sobre este último punto, que ha sido analizado por algunos autores.

¿En qué se funda esta consideración de la Amazonía como espacio inhabitado? A mi entender en dos cuestiones. La primera es la baja densidad demográfica de una población que considera este hecho como estrategia adaptativa a un medioambiente donde las especies naturales (fauna y flora) se encuentran dispersas; y la segunda es la no consideración de la condición humana de los habitantes originarios, a quienes, en el mejor de los casos, se les atribuye una humanidad precaria. Las raíces de esto son antiguas y se remiten a la época del llamado “descubrimiento”, cuando los conquistadores europeos pusieron en duda la humanidad de los pobladores de la actual América. Si bien esto cambió a consecuencia de la Bula del papa Paulo III en 1537 (46 años más tarde de la llegada de Cristóbal Colón), a lo largo de la historia se han sucedido episodios que demuestran que los pobladores originarios han sido tratados como animales.

Como un ejemplo de lo señalado en el párrafo anterior están los asesinatos a mansalva de indígenas en Madre de Dios por huestes al servicio de Carlos Fermín Fitzcarrald, que literalmente fueron cazados como animales para despejar las áreas donde existía caucho, hecho exaltado como un triunfo de la civilización en los escritos de su apólogo Zacarías Valdez Lozano e incluso por el franciscano Gabriel Sala, quien relata, en un viaje por el Urubamba, con total impasibilidad, cómo esas huestes practicaban puntería con indígenas que transitaban por las orillas del río o se rifaban a alguna muchacha (“de buenas formas”, añade él) para convertirla en su concubina. Otro ejemplo es el trato dado a los indígenas por los capataces de la empresa de Julio César Arana, en la zona del Putumayo, que incluyó la tortura y el asesinato. Actualmente, cada vez que las protestas indígenas, a causa de la transgresión de sus derechos por parte de algún gobierno, desemboca en actos violentos, no solo la prensa amarilla sino también políticos y otros personajes públicos desatan sus furias considerándolos como salvajes y animales.

Los planes para ocupar la Amazonía en el Perú comenzaron con la promulgación de leyes favorables a la inmigración extranjera, con la exploración geográfica a fin de encontrar la mejor manera para comunicar la costa del Pacífico con la cuenca amazónica y con el establecimiento de fuertes militares que dieran seguridad a las colonizaciones ante posibles ataques de los “salvajes”. El desprecio total a los indígenas como sujetos de derecho es una constante de estas tres estrategias. Desde 1832, con la publicación de una ley del presidente Agustín Gamarra que alentaba la reducción de los indígenas de la selva, hasta 1909, con la promulgación de la “Ley 1220, Ley General de Tierras de Montaña”, el Estado promulgó decenas de normas destinadas a fomentar la inmigración europea con la finalidad de colonizar la Amazonía peruana. Todas ellas ignoraron a los pueblos originarios, cuyas heredades quedaron automáticamente consideradas como tierras de dominio público y, con ello, a disposición del Estado para que ejecutara sus planes de asentamiento con colonos europeos.

Aunque las políticas de fomento a la inmigración extranjera del Estado solo lograron éxito relativo en la llamada “selva central”, al este de Lima (provincias de Chanchamayo y Satipo en Junín; y de Oxapampa en Pasco), en esa época se dio inicio a la fragmentación de sus territorios ancestrales. A finales del siglo XIX e comienzos del XX, los procesos de ocupación de la Amazonía se aceleraron favorecidos por dos nuevas normas y, sobre todo, por políticas públicas y dinámicas sociales. La primera norma es la “Ley Orgánica de Tierras de Montaña”, de diciembre de 1898, y la segunda, la “Ley 1220, Ley General de Tierras de Montaña” en 1909. Ellas establecieron cuatro modalidades para asignar tierras: compra, concesión, contrato de colonización y adjudicación gratuita; y abrieron las puertas a las grandes concesiones tanto de tierras como de gomales. A pesar de que en 1909 ya eran conocidas las atrocidades cometidas por los caucheros contra los indígenas del Putumayo, que habían sido denunciadas por el periodista Benjamín Saldaña Roca en 1907, esas normas una vez más ignoraron a los pueblos indígenas como sujetos de derecho.

En 1889, el Estado firmó el famoso “Contrato Grace” que cedió a los tenedores de la deuda externa la explotación de los ferrocarriles durante 66 años, así como la explotación del guano de las islas hasta una cantidad de tres millones de toneladas. Un año más tarde, al amparo de la primera Ley de Tierras de Montaña, el Estado le concedió a la “Peruvian Corporation”, empresa encargada de viabilizar dicho contrato, medio millón de hectáreas en la selva central, a orillas de los ríos Perené y Ene, para efectuar planes de colonización y desarrollar el cultivo de café. Como esa zona constituía parte del territorio tradicional de los pueblos Ashaninka y Yanesha, la población allí asentada se convirtió, junto con las tierras, en patrimonio de la empresa,

La situación de dicha concesión se volvió más compleja en los años siguientes, como consecuencia de la venta de parcelas por la Peruvian Corporation a colonos andinos y de la invasión del área por campesinos de las serranías de Junín y Pasco que habían sido despojados de sus tierras por empresas mineras y latifundistas dedicadas a la crianza de ganado lanar. Estos hechos agravaron la fragmentación de los territorios de los indígenas amazónicos.

A esa época corresponde el inicio de la llamada “colonización espontánea”, concepto que define procesos migratorios de campesinos andinos desposeídos de sus tierras por empresas mineras y ganaderas que se desplazaron hacia el este en búsqueda de tierras. Este proceso afectó a la selva central en su conjunto y a parte de la selva sur, la conocida como alto Urubamba, en Cusco, entre Quillabamba y el pongo [abra] de Mainique, habitada por machiguengas. Esta modalidad de colonización se mantuvo como “espontánea” hasta inicios de la década de 1950, cuando el Estado comenzó a utilizarla como una alternativa a la reforma agraria, a fin de no tocar los intereses de los latifundistas andinos que habían constituido sus haciendas sobre la base de tierras usurpadas a las comunidades de la sierra. Se inició de esta manera una época de “colonizaciones dirigidas”, que alcanzaron su estado clímax durante el segundo gobierno del presidente Fernando Belaunde.

En 1957 se aprobó la primera norma que hizo un tímido reconocimiento al derecho a la tierra de los pueblos indígenas amazónicos. Fue un decreto que estableció reservar diez hectáreas de tierra por cada poblador mayor de cinco años de los diversos caseríos indígenas. Aunque no lo indicaba, era evidente que había sido motivada en el “Convenio 107 de la OIT sobre Poblaciones Indígenas y Tribuales”, de clara orientación integradora. Esto es lo que explica que se “reservaran” tierras y no que se les otorgara en propiedad. Indígena en ese entonces —y con frecuencia hasta ahora— no es una condición fundada en el origen de una colectividad, sino un estadio de la evolución de la sociedad humana (salvajismo, barbarie y civilización, escala establecida por el etnólogo neoyorquino Lewis Henry Morgan y retomada por filósofo alemán Friedrich Engels). Es frecuente la expresión “ellos ya no son indígenas” para referirse a una colectividad originaria que ha cambiado, por efecto de la colonización, algunos usos (vestido, pinturas faciales) o perdido rasgos culturales (la lengua) y que además ha incorporado elementos de la tecnología moderna (relojes, celulares, vehículos motorizados, computadoras). La utilizó el presidente Alan García para referirse a quienes protestaron por los decretos que propuso para demoler los derechos de los pueblos indígenas amazónicos. Negar la continuidad de pueblos indígenas que adecúan su identidad a las características cambiantes de los tiempos es un argumento paradójico. Si este mismo criterio se empleara para definir a “los peruanos”, debería llegarse a la conclusión de que estos ya no existen, porque los que recibían ese calificativo al inicio de la República, no son iguales a los del siglo XXI.

El presidente Belaunde, durante sus dos gobiernos (1963-1968 y 1980-1985) es quien mejor expresa la idea de conquista, no solo mediante el discurso sino también de los hechos. Bombardeó a los matsés que habitan en la frontera con Brasil en su primer gobierno y, aunque sus propios testimonios indican que no murió ninguno, es el hecho en sí lo que demuestra el desprecio por la vida de los indígenas. Los indígenas continuaron en el olvido durante su segundo gobierno y solo fueron escuchados por las exigencias que plantearon sus organizaciones y aliados. En las zonas de colonización se expandieron los cultivos de coca y el narcotráfico que sustentaron a la subversión durante las décadas de 1980-1990, y que hasta ahora financian una economía ilegal en diversos campos: explotación forestal, extracción aurífera, trata de personas, tráfico de tierras y, en fin, en la conformación de una economía donde ya no es posible diferencias lo ilegal de lo legal.

En el intermedio de estos gobiernos, el gobierno militar del general Juan Velasco aprobó, en 1974, la primera ley republicana que reconoció a los indígenas como sujetos de derecho. Se reconoció a las comunidades nativas, que no responden a patrones tradicionales sino a imposiciones foráneas que comenzaron en la Colonia con las reducciones misionales, y continuaron con el arrinconamiento de pobladores indígenas por los colonos, el establecimiento de fundos que concentraron población indígena para usarla como mano de obra, la fundación de escuelas, en especial desde la década de 1950, y la construcción de carreteras que atrajeron pobladores ilusionados en conseguir mejores condiciones de relación con el mercado y acceso a los servicios del Estado. A esa época corresponde el nacimiento de las primeras organizaciones indígenas y la aparición de un movimiento que se ha afirmado como actor importante en la escena política nacional.

Sin embargo, el cambio de Velasco Alvarado por el general Francisco Morales Bermúdez dio paso a retrocesos en el reconocimiento de los derechos indígenas y el truncamiento de procesos que apuntaban a la consolidación de las comunidades y, a su vez, inició otras dinámicas que son las que hoy dominan el escenario amazónico. En 1978 se reemplazó la primera ley de comunidades nativas por otra que les negó la propiedad sobre los bosques alegando absurdas razones de conservación, cuando en realidad el estado saludable en que han llegado hasta la actualidad se debe precisamente a buena gestión que han realizada las sociedades indígenas. Simultáneamente, la nueva ley estableció medidas para fomentar la presencia de grandes empresas dedicadas a la explotación forestal, a la ganadería y a las plantaciones agrícolas. En su segundo gobierno, el expresidente Fernando Belaunde profundizó las medidas aprobadas por Morales Bermúdez mediante la Ley de Promoción y Desarrollo Agrario (D. Leg. No 02, del 16.11.80), que eliminó los límites para la adjudicación de tierras a grandes empresas dedicadas a actividades agropecuarias y amplió las concesiones forestales hasta 200 000 hectáreas. Aunque no limitó los derechos de las comunidades contenidos en la ley promulgada por Morales Bermúdez, el énfasis en la gran empresa indicaba por dónde irían las prioridades del Estado.

El asalto a los derechos de las comunidades indígenas comenzó con el expresidente Fujimori. La llamada “ley de tierras” que promulgó durante su mandato buscaba convertir a las comunidades en sociedades de personas como primer paso para disolverlas. El segundo era la venta de las parcelas individualizadas a grandes empresas dedicadas a la agroexportación. Esta norma fue aprobada en 1995, el mismo año en que entró en vigencia en el Perú el Convenio 169 de la OIT sobre derechos indígenas que ese gobierno había ratificado. Esta agresión dio sus resultados en las comunidades campesinas, en especial las del norte, con buenas tierras e infraestructura de regadío, pero no en las amazónicas. Por esto es que el expresidente García promulgó una andanada de decretos legislativos en 2007, año en que su gobierno había suscrito la “Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas”. Este hecho originó las protestas de las organizaciones indígenas en los dos años siguientes y, en 2009, la tragedia conocida como “el Baguazo”, que acabó con la vida de cerca de cuarenta personas. Aunque los decretos fueron derogados, el Estado ha seguido deslizando el contenido de varios de ellos en silencio, de contrabando, en normas de menor jerarquía jurídica, incluso en disposiciones administrativas. La intención es la misma: debilitar a las comunidades y favorecer la concentración de sus tierras en manos de grandes empresas.

Destaco que estos dos ataques a los derechos de los pueblos indígenas se produjeron el mismo año en que los presidentes en ejercicio habían ratificado o suscrito textos normativos favorables a los derechos indígenas: Alberto Fujimori, el Convenio 169 de la OIT y Alan García, la Declaración de la ONU. Constituyen un claro ejemplo de la nula importancia que le dan a los compromisos que asumen.

La arremetida más reciente de la empresa privada con apoyo del actual gobierno ha sido las modificaciones de la ley forestal para regularizar actividades agrícolas ya existentes y mantener la seguridad jurídica de quienes están desarrollándolas. En otras palabras, se trata de normas que buscan impunidad para quienes han transgredido las regulaciones ambientales o, dicho en términos más crudos, que pretenden legalizar los delitos ambientales. Estos cambios de la ley fueron promovidos por la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales y Privadas (Confiep) e instituciones afines, entre las que destacan productores agrícolas, de cacao, de palma aceitera, de café, de caña de azúcar y de aves, así como asociaciones de exportadores, de comercio y de industria. Sorprende a primera vista que no exista entre ellas ninguna que represente a los extractores madereros. La razón radica en el hecho de que la legislación actual y, sobre todo, la complicidad de la administración pública les permite extraer madera de donde les viene en gana. Los estudios sobre el tema indican que el 98 % de la madera que se extrae de los bosques del Perú es ilegal. ¿Para qué más?

La ilegalidad se ha consolidado en la Amazonía a través de múltiples actividades: minería aurífera, cultivos de coca con fines de producción y tráfico de drogas, tala de bosques, trata de personas, microcréditos (“gota a gota”) manejados por mafiosos y sicariato. El Estado no solo es negligente sino también cómplice al rebajar estándares ambientales, condonar multas a los transgresores y liberar a los apresados. Demás está decir que este funcionamiento de la sociedad tiene fuertes repercusiones en las sociedades indígenas, sea porque algunos de sus integrantes se suman a la ilegalidad o porque son reprimidos por el Estado cuando protestan o asesinados por sicarios al servicio de actividades ilegales. En estas condiciones no se puede decir que el panorama futuro sea incierto, sino que es ciertamente borrascoso.

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