El Brasil etnocida avanza en la Amazonia del Estado de Pará: primero Belo Monte, ahora Belo Sun
Por Eliane Brum
14:44|07 de febrero de 2017.- Era un anciano. Su pueblo, los arawetés. Tenía el cuerpo rojo de urucú. El cabello en un corte redondeado. Y estaba sentado recto, con las manos abrazando el arco y las flechas delante de él. Se quedó así durante cerca de 12 horas. No comió. No se dobló. Yo lo miraba, pero él jamás estableció contacto visual conmigo. Frente a él, líderes indígenas de los varios pueblos afectados por Belo Monte se turnaban en el micrófono para exigir el cumplimiento de los acuerdos por parte de Norte Energia, la empresa concesionaria de la hidroeléctrica, y el fortalecimiento de la Fundación Nacional del Indígena (FUNAI). Él, como otros, no entendía el portugués. Estaba allí, sentado en una silla de plástico roja, en el centro de convenciones de Altamira, en Pará. ¿Qué veía? Hace 40 años, él y su pueblo ni siquiera sabían que existía algo llamado Brasil. Posiblemente eso siga no teniendo ningún sentido, pero ahora él estaba allí, bajo las lámparas, sentado en una silla de plástico rojo, esperando a que su destino sea decidido en portugués. ¿Qué veía?
No sé qué veía. Sé lo que veía yo. Y lo que vi me hizo alcanzar no una dimensión de él, sino de mí. O de nosotros, «los blancos». Siempre que escribo sobre los meandros técnicos y jurídicos de Belo Monte, y ahora también de Belo Sun, sé que pierdo algunos cientos de lectores por frase, por más que simplifique lo que es complejo. Porque el lenguaje de la justicia, así como el de la burocracia, con todas sus siglas, está hecho para producir analfabetos incluso en quien tiene un doctorado en lengua y literatura. ¿Pero qué les queda a los indígenas que se esfuerzan por expresarse en la lengua de aquellos que los destruyen en el mismo momento en que la vida es destruida? ¿Qué le queda al viejo araweté sentado allí durante casi 12 horas? No tiene elección, ya que estas son las palabras con las que le aniquilan la existencia.
Los líderes de los varios pueblos indígenas afectados por Belo Monte, los que hablan portugués, denunciaban la imposibilidad de la vida después de que la hidroeléctrica se impusiese en el Xingú. Exigían que Norte Energia cumpliese con sus obligaciones legales para restablecer las actividades productivas en las aldeas y para que pudiesen superar la situación de inseguridad alimentaria. La reunión, el miércoles (26/1), era una respuesta a la protesta de los indígenas en el Ministerio Público Federal en Altamira, seguida de la ocupación de la oficina del Instituto Brasileño del Medio Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables (IBAMA) en la ciudad. Antes podían exigir el cumplimiento de los acuerdos parando las obras de Belo Monte, pero ahora que la planta ya opera el poder de presión disminuye y lo que ya era grave se vuelve aún peor. En presencia del nuevo presidente de la FUNAI, Antônio Fernandes Toninho Costa, los indígenas exigían el fortalecimiento del órgano que debería protegerlos y que desde hace a ños viene sufriendo un desmantelamiento promovido por sectores y políticos vinculados a la agroindustria, de ojo en las ricas tierras indígenas, y hoy tan íntimamente entrelazados con el Gobierno Temer.
Hace una semana, los indígenas denunciaban el impacto de Belo Monte. Hoy se desesperan porque el impacto de Belo Sun va a superponerse al de Belo Monte en Volta Grande do Xingú. Lo peor se anuncia, y lo peor sucede. Ha sido así. Todos los mecanismos de protección de la selva amazónica y de los pueblos indígenas son ignorados —o distorsionados— y el poder judicial se ha mostrado connivente con la ruptura de la ley, como si esta fuese apenas un entramado flojo. ¿Cómo el viejo araweté puede entender eso, él que ni siquiera entiende una lengua en la que la palabra Belo (bello) puede nombrar algo que destruye y mata?
Pintado de urucú, agarrado al arco y a las flechas, sentado en una silla de plástico roja, sin entender la lengua en la que su destino es decidido y su hambre decretada, allí está el viejo araweté. ¿Cómo llegó al centro de convenciones? ¿Qué caminos lo llevaron hasta aquel momento, aquella silla, aquel escenario tan expuesto por las lámparas y, al mismo tiempo, tan encubiertos por negociaciones y subterfugios y borrados?
En opinión de los areweté, son ellos quienes amansan a los blancos
Los araweté saben de nosotros, los blancos, desde hace mucho tiempo. Como cuenta el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro en Pueblos Indígenas en Brasil (PIB), una especie de enciclopedia viviente organizada por el Instituto Socioambiental sobre las más de 240 etnias que pueblan el territorio que llamamos Brasil, pero que ellos conocían por otros nombres desde hacía mucho más tiempo, los blancos están presentes en su mitología. Pero el contacto «oficial» tuvo lugar en la década de 1970, en el proceso de implantación de la Transamazônica, el primero de los grandes proyectos promovidos por el Estado y ejecutados por las grandes constructoras de la región. En aquel momento, la dictadura civil-militar inició un trabajo de «atracción y pacificación» de los pueblos indígenas. Según el entendimiento de los Araweté, es importante subrayarlo, lo que ocurrió fue lo contrario: fueron ellos los que amansaron a los blancos.
En 1976 la FUNAI encontró a los araweté precariamente acampados cerca de los campos de los agricultores. Estaban hambrientos y ya enfermos por el contacto con los blancos. En julio de aquel año, los exploradores decidieron iniciar con ellos una caminata de cerca de 100 kilómetros hasta un puesto de la FUNAI. En los 17 días que duró el trayecto, los adultos y los niños iban tropezando durante la marcha. Con los ojos cerrados por una conjuntivitis infecciosa, los araweté no veían ni siquiera el camino. Se perdían en el bosque y se morían de hambre. Niños pequeños, de repente huérfanos, eran sacrificados por adultos desesperados. Mucha gente, demasiado débil para seguir caminando, pedía que la dejasen morir en paz. Al final de la jornada, 73 personas ya no existían, víctimas del contacto y de la caminata. El primer censo realizado por la FUNAI registró 120 supervivientes. Eran, en aquel momento, todos los araweté del planeta.
El anciano sentado en la silla de plástico roja, agarrado a su arco y sus flechas, es uno de los supervivientes del contacto «oficial» con los blancos, 40 años atrás. Y allí está él. ¿Qué ve? ¿Qué son los blancos que negocian su vida en el escenario del centro de convenciones? ¿Qué somos nosotros?
Un salto. Ya no es la Transamazônica rasgada sobre la casa y la vida de los pueblos indígenas del Xingú. Es Belo Monte. En 2013 el antropólogo Guilherme Heurich, del Museo Nacional, presentó un texto mordaz en la sala sexta de la Fiscalía General de la República, en Brasilia: «Lo que Norte Energia hizo durante el Plan de Emergencia fue proporcionar un flujo constante de mercancías en dirección a las aldeas. Norte Energia asumió la postura de gran donante, universal e infinita, y tuvo como intermediarios entre ella y los indígenas tan solo las listas».
Al principio, la FUNAI todavía vetaba pedidos como, por ejemplo, camas convencionales. Después, los caciques pasaron a negociar las listas directamente. Era un mostrador donde se reeditaba la clásica alegoría de 1500, cuando los europeos invasores cambiaron la vida de las poblaciones nativas por espejitos. Quinientos años más tarde, eran lanchas, combustible, televisores, galletas, cheetos, refrescos. Indígenas que no tomaban azúcar pasaron a consumirlo a diario. ¿Cómo eso podría proteger a los pueblos indígenas del impacto de Belo Monte? La violación es explícita. Pero, más de un año después, el Poder Judicial ni siquiera ha decidido si tiene la competencia para juzgar la acción de etnocidio. Para la Justicia brasileña, la muerte cultural de los pueblos indígenas no es un tema urgente.
Para los Araweté, las mercancías de Norte Energía eran la contrapartida de su muerte futura
En una conversación con un araweté, el antropólogo Guilherme Heurich descubrió cómo aquel pueblo entendía el flujo de mercancías hacia la aldea. Las mercancías eran el pepikã,la contrapartida de la futura muerte de todos. ¿Y qué van a matar?, preguntó él. «El agua». ¿El agua? «Sí, el agua de la presa». El análisis de los araweté acerca del porqué del flujo de mercancías hacia la aldea, según el antropólogo, no podría ser más claro y preciso: «Todo aquello que el plan de emergencia distribuyó es el pago anticipado de la muerte que se producirá cuando la aldea sea inundada por las aguas de Belo Monte». Otro araweté propuso una salida para el día en que la presa acabase con la vida en el pueblo: «Vamos a construir una canoa muy grande…, para vivir todo el mundo en medio del río».
Así, el viejo araweté que ahora está ahí, en el centro de convenciones de Altamira, agarrado a su arco y a sus flechas, vivió junto a todos la certeza de que el fin del mundo había llegado. ¿Cómo dimensionar y responder a un impacto de esa magnitud en la vida psíquica? Y ahora allá está él. Sentado en la silla de plástico roja. Inmóvil. Casi 12 horas sin comer, sin doblarse.
El río Xingú y sus afluentes ya no son los mismos. Su pueblo, a orillas del Ipixuna, siente eso día tras día. Otros pueblos, estos de Volta Grande do Xingú, toman el micrófono para contar que Belo Monte cambió radicalmente el río, amenazando su presente e impidiendo su futuro. Y avisan que, si se autoriza el proyecto de minería de Belo Sun, acabará con todo. Belo Sun está lejos de los araweté, pero está muy cerca de las aldeas de otros pueblos, como los juruna y los arara. Lejos y cerca son categorías relativas en un ambiente en que un acontecimiento desencadena numerosos otros en cadena. «Si le dan la licencia a Belo Sun, será el caos. Y quienes sufriremos somos nosotros», dice el cacique Gilliard Juruna, de la aldea Muratu, que a finales del año pasado perdió a un hermano, ahogado en el río en el que había nacido, pero ya no se reconocía.
Uno de los ingenieros que firma el informe encargado por Belo Sun, atestando que el proyecto es viable y seguro, es el mismo que firmó el laudo que garantizaba la estabilidad de la presa de Fundão, en Mariana. De acuerdo con un reportaje del Fantástico, programa de la TV Globo, fue acusado de homicidio después de la ruptura que causó uno de los mayores desastres ambientales de la historia de Brasil. Según el Instituto Socioambiental, el proyecto de Belo Sun prevé montañas de basura con aproximadamente el doble del volumen del Pan de Azúcar de Río de Janeiro y la construcción de un depósito de residuos tóxicos. Todo eso en una región que ya sufre un fuerte impacto de Belo Monte. en plena selva amazónica, en el momento en que la humanidad afronta el cambio climático.
¿Cómo va a entender el viejo araweté ese mundo de los blancos que destruye su mundo y el mundo de los otros pueblos indígenas? ¿Cómo va a entender una ley que existe para no existir? Pero está allí, sentado recto, desde hace casi 12 horas, sin comer, sin doblarse. Sentado en la silla de plástico roja. La reunión, necesaria para que no sea aún peor, fundamental para que Norte Energia sea presionada a respetar los acuerdos que ya debería haber cumplido durante años y la FUNAI a proteger a los indígenas a quienes nunca debería haber desprotegido, es en sí misma una violencia. Es otra lengua, es otra organización social y política. El viejo araweté está allí, sentado entre representantes de otros pueblos indígenas que son sus enemigos históricos, oyendo palabras que no descifra. ¿Cómo es posible tanto imposible, esa realidad absurda?
Les llamamos araweté, pero incluso el nombre no tiene ningún sentido en su idioma, que proviene del tronco tupí-guaraní. Fue dado por un explorador de la FUNAI, pero no hay referencia en la lengua de los araweté, que no saben por qué se les llama araweté. Se autodenominan bïde, que significa «nosotros», «los seres humanos». Los blancos son kamarã. Y son awi,«enemigos», «extranjeros». Y allí está el viejo, sentado con su arco y con sus flechas, y ni el nombre por el cual su pueblo es llamado al micrófono tiene ningún sentido.
La tensión es permanente, y el tiempo parece un tejido siempre en la inminencia de ser desgarrado. Líderes de otros pueblos, que hablan bien el portugués, la dominan. Los indígenas sacuden arcos y flechas, las frases son rotundas porque la vida se va convirtiendo en muerte. «Lo que hacéis es crear conflicto, ponéis a naciones contra naciones a pelearse. Eso es un crimen», dice un líder. «Si Norte Energia es Gobierno, si es dueña de todo, di pronto qué no va a hacer», dice otro. «Para quienes no nos conocen somos muertos de hambre, ignorantes, corruptos, pero la demanda por etnocidio está allí, en la mesa del tribunal», grita un cacique. «Hay mineros y madereros que saquean nuestras tierras y no hacéis nada», sigue otro. «Tenéis que respetar a nosotros, respetar a nuestros mayores, respetar nuestro idioma. El río está seco, el río está sucio, nosotros estamos sufriendo. ¡Tenéis que escuchar! «
La lengua desencarnada es mucho peor que un fantasma porque ni siquiera asusta. Es lo que siento cuando repito la palabra «etnocidio». Cómo explicar que la muerte cultural es la muerte de lo que un pueblo es, la muerte de un ser y de un estar en el mundo totalmente singular, es la muerte que precede a la extinción física, porque la cultura es lo que les da sentido a los latidos de un corazón humano. Y yo y tantos repetimos esa palabra para contar lo que sucede con los pueblos indígenas desde que Belo Monte se materializó en el Xingú, pero ese contar nada mueve. Ni siquiera una acción de la Fiscalía Federal que demandaba al Estado y a Norte Energia por etnocidio hizo que el Poder Judicial considerase el proceso de muerte cultural de los indígenas como algo a ser interrumpido con urgencia.
Incluso para quienes entienden el portugués, si la palabra se desencarna, si el lector no consigue ver allí la sangre y el alma del que allí muere, la letra es una carta que no llega a su destinatario. ¿Y para el araweté, este que se muere lentamente aquí mismo, en esta reunión, víctima de un etnocidio, sin conocer ni siquiera la palabra que nombra su extinción?
¿Qué ve el viejo araweté? Me gustaría saberlo. Pero no lo sé. Ignorante, sé tan solo lo que veo yo.
“Hay una cosa suya que muere para siempre tan pronto como los rozamos»
Quería que nunca lo hubiésemos tocado. Quería que ningún pueblo indígena hubiese sabido de nosotros. Como dijo Cláudio Villas Bôas, hace muchas décadas, al intentar «salvar» a los indígenas: «Hay una cosa suya que muere para siempre tan pronto como los rozamos». Me acuerdo también de otra frase, esta título de un libro precioso del antropólogo Jorge Pozzobon: «Vosotros, blancos, no tenéis alma».
Pero los tocamos. Y siempre que los tocamos provocamos exterminio. Como los peores alienígenas, aterrizamos y los matamos de tantas formas. Y aprendemos nada porque seguimos exterminándolos. Y ayer les echamos Belo Monte. Y hoy Belo Sun.
Somos todavía, en gran medida, los mismos que provocamos el genocidio en 1500. Y hoy la Constitución del 88, que aseguró la protección de los pueblos indígenas, es atacada por todos sus lados. Y sufre cotidianamente el peor de los ataques, que es el de no ser cumplida. Los blancos no tienen palabra. Escriben la ley en la letra e, incluso así, no tienen palabra.
No sé lo que ve el viejo araweté. Sé lo que veo. Delante de mí está alguien que es él mismo un mundo. Alguien que no debería necesitar estar allí. Y todo lo que tenemos para ofrecerle son sillas de plástico rojas y palabras desencarnadas.
Él agarra un cigarro. Lo enciende. Baja con dificultad la escalera del centro de convenciones y desaparece en la ciudad con olor a cloaca. Yo salgo de allí como un monstruo.
Eliane Brum es escritora, periodista y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes – o avesso da lenda, A vida que ninguém vê, O olho da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos y de la novela Uma duas. Sitio web: desacontecimentos.com Email: elianebrum.coluna@gmail.com Twitter: brumelianebrum
Traducción de Óscar Curros
___________________________________________________
Fuente: El País