El 9 de febrero de 2016, un derrame de más de tres mil barriles de petróleo alcanzó el río Chiriaco en la región Amazonas, afectando la vida y la salud de decenas de comunidades nativas del pueblo Awajún. Entre los perjudicados estuvieron niños y niñas que, respondiendo a un llamado general realizado por representantes de la empresa Petroperú, acudieron a las “labores de limpieza”. El hecho reveló no solo que no existe un verdadero plan de parte del Estado para abordar este tipo de desastres ambientales, algo que ya se sospechaba, sino también la manifiesta despreocupación por parte del mismo para garantizar la vida y los derechos de las comunidades que habitan cerca del polémico Oleoducto Norperuano. ¿Por qué en el Perú una empresa puede causar daños graves a tus hijos y no pagar por ello ante la justicia?
Por Jonathan Hurtado
Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica (CAAAP)
07:05|11 de febrero de 2017.- A Lucia Kayap nada la tranquiliza. Se le quiebra la voz cada vez que cuenta el episodio de cómo su hijo con solo 12 años fue a recoger crudo de petróleo al río Chiriaco en la comunidad awajún de Nazareth, en la selva norte del Perú. El hecho ocurrió hace un año en la región Amazonas, y así como él, varios niños y niñas de la comunidad llegaron hasta un sector de la orilla, donde se concentraba la sustancia oscura y tóxica. Portando pequeños baldes, algunas botellas y empuñando principalmente utensilios de cocina, los menores trabajaron entre dos horas y un día. No contaban con ninguna protección sobre el cuerpo. Su presencia en el lugar se explicaba en el ofrecimiento que había hecho un ingeniero de Petroperú –algunas versiones indican que fueron dos– de 150 soles por un balde grande de crudo recuperado.
Dos semanas antes, el 25 de enero de 2016, una fisura en el Oleoducto Norperuano –tubería que nace en Loreto y culmina en la costa de Piura– había dado origen a que se vertieran más de tres mil barriles de petróleo en la quebrada de Inayo, un arroyo de unos cinco metros de ancho que desemboca en el río Chiriaco, el cual a su vez desemboca en el Marañón. Una vez en el Chiriaco, el crudo representaba un peligro para la vida y la salud de las comunidades ubicadas río abajo. La actuación de Petroperú, la empresa del Estado encargada de operar el ducto, fue improvisar barreras con plástico, palos y otros materiales con el fin de evitar que el crudo llegue al río. La versión que tuvo la empresa hacia el resto del país fue que el petróleo no había “afectado ningún río ni cuerpo de agua en la zona”. Para el antropólogo Rodrigo Lazo que se encontraba ahí la realidad era distinta y muy preocupante.
Hasta el 29 de enero la única noticia que se podía leer en un medio nacional la ofrecía el sitio web de Radio Programas del Perú (RPP), la cadena de radios más importante del país, que replicaba la versión de Petroperú de que el derrame se había controlado. La realidad, cuenta Lazo, era que “el petróleo se había confinado, sí, pero en la misma quebrada de Inayo”. Lazo con el apoyo de otras personas se impuso la tarea de encontrarle espacio al hecho en medios escritos nacionales y algunos dominicales de TV. Dichos espacios se llegaron a ocupar, pero varias semanas después cuando arreció la tragedia. Entonces, mientras pasaban los días y se mantenía el silencio para el resto del país, ocurrió lo que más se temía: el incremento del agua por las fuertes lluvias, que son habituales en febrero, hizo que las trampas puestas para contener el crudo fueran rebasadas. Con eso el infortunio se acrecentó y ya no era una tarea difícil señalar responsables.
La estampa con los menores de Nazareth se replicó en la comunidad de Wachapea, incluso con mayor gravedad, según se puede ver en un informe de la Red de Salud de Bagua con fecha al 30 de diciembre de 2016. Nazareth se ubica a 15 minutos en moto de Chiriaco, localidad principal del distrito de Imaza, y Wachapea a solo dos. Wachapea está prácticamente al frente del casco urbano, cruzando el río. Según el informe de salud, en esta comunidad 51 menores de entre 1 y 19 años estuvieron expuestos al crudo (41 hombres y 14 mujeres), y en Nazareth 27 (18 hombres y 9 mujeres). En las comunidades de Pakun y Nuevo Progreso también se reportó la participación de menores.
Según cuenta Lucio Roca, por aquel entonces presidente de Wachapea, a través de terceros la comunidad se enteró del ofrecimiento monetario de Petroperú. Como en Nazareth, hombres, mujeres y niños fueron a la orilla con el objetivo de apresar todo el petróleo que encontraran a su paso. La advertencia que les hizo tomar conciencia del daño que se hacían llegó en horas de la tarde de aquel 10 de febrero (las barreras que contenían el crudo en la quebrada de Inayo cedieron el día 9 en la tarde, la tragedia de los menores se registraría al día siguiente). “Un ingeniero de la empresa nos prohibió (recoger crudo) y nos explicó las funciones del petróleo”, dice Roca. Pero el daño ya estaba hecho. Los menores empezaron a presentar salpullidos, manchas y heridas en la piel, así como dolores de cabeza y de estómago. Al daño a la salud se sumaba el daño causado a sus medios de vida. “(Con el derrame) la ribera donde está la chacra se secó, la yuca, el plátano ya no daban resultados de producción”.
Cuando el Estado simplemente no está
“Si nos hubieran avisado del peligro del petróleo y que los niños no debían participar en la limpieza, no hubiéramos dejado ir a nuestros hijos”, dice Jaime Cuñachí, padre de Osman, menor que con 12 años trabajó en la limpieza, y cuya fotografía donde se le ve con el cuerpo manchado de petróleo y cargando un balde con crudo, motivó cientos de críticas en las redes sociales contra Petroperú. Jaime, de 67 años, recuerda que fue gracias a la circulación de esa foto en internet y a la presión ciudadana que la empresa decidió trasladar a su hijo a un hospital en Piura, para recibir una atención más especializada. Lo triste, se lamenta, es que Osman fue el único que recibió esa atención, los otros niños y niñas que al igual que él presentaban síntomas como debilitamiento y mareos, no fueron considerados y recibieron solo la atención ambulatoria que por entonces se brindaba en Nazareth.
Desde mucho antes del derrame y hasta la actualidad, la ausencia de la empresa y del Estado se ha notado a cada instante. Isaac Paz, de Nazareth, recuerda que cuando el vertido negro alcanzó la comunidad, no había nadie de la empresa advirtiendo del peligro de manipular el crudo. Hombres, mujeres y niños se encontraban en la orilla del río capturando lo más que podían pensando en el dinero que iban a obtener. “Nadie advirtió, ninguna autoridad, ningún médico. Nada. La gente se metía sin protección y salía con el rostro negro y el cuerpo igual; podía ver a un grupo de gente sucia de petróleo”, narra Paz, quien además reafirma que fue principalmente el desconocimiento lo que motivó que algunos padres hayan dejado que sus hijos participen en la recolección.
Las comunidades llevan más de cuatro décadas conviviendo con el Oleoducto Norperuano, pero, al parecer, es poco lo que saben de él. Paz sostiene que nadie antes se había acercado a explicar a los comuneros y comuneras sobre el peligro de manipular petróleo sin protección, menos aún sobre lo que esto implicaría en la salud de los niños. La última noticia que tuvieron sobre un derrame –antes de este último– fue hace unos diez años, en el río Marañón, en un punto alejado de la comunidad, aclara. A Georgina Rivera, lideresa awajún de Nazareth, lo que más le indigna es que la empresa no haya tenido el valor de convocar directamente a los adultos. Según su versión, el mismo día que el crudo alcanzó la comunidad, fueron los ingenieros de Petroperú los que ofrecieron dinero directamente a los menores. “Por qué a nosotros como adultos no vinieron a decirnos a la casa: señora, ¿usted puede recoger?, ¿o alguien puede recoger?”, dice Rivera, cuyo hijo menor también participó en la limpieza, quebrantando la orden que recibió de ella.
La versión de Petroperú, en un principio, fue negar la participación de menores de edad en los trabajos. No obstante, imágenes recogidas por algunos activistas y medios de comunicación se encargaron de echar por tierra lo dicho por la empresa. Al finalizar febrero, varios de sus funcionarios fueron removidos. Las semanas pasaban y la atención médica para los menores se hacía presente en carpas de salud y visitas a domicilio a los afectados. Sin embargo, esto no parecía ser suficiente. Algunos de los niños optaban por no recibir dicha atención. En el caso de Nazareth, el 19 de febrero la comunidad rechazó la visita del personal de salud por no considerarlo idóneo. Sus habitantes reclamaban la presencia de dermatólogos, infectólogos y neumólogos, especialistas que a la fecha no se hacían presentes.
Lucia Kayap, quien se encontraba en la chacra cuando su hijo recogía crudo para ofrecerle a la empresa, sostiene que las visitas que se hacían a la comunidad no incluían análisis de sangre y cabello. “Mi hijo de 12 años tiene dolores de cabeza cuando hace sol, quiere marear, no tiene ganas de comer. Lo veo mal a mi hijo y antes no era así”, dice. De acuerdo a Georgina Rivera, las visitas consistían en hacer preguntas como qué te duele y, según lo que el menor contestaba, le recetaban “Paracetamol para la cabeza y Omeprazol para el estómago”.
El insondable estado de salud de los menores
Nazareth es una comunidad que se ubica a los costados de la carretera. El puesto de salud, unos cuantos comercios, y algunas casas visten uno de los flancos de la vía. El río Chiriaco avanza en paralelo encerrando una de sus franjas. La comunidad vive principalmente de la pesca y la agricultura. El agua para tomar lo obtiene de las zonas altas, es agua entubada, no potable. Como en muchas comunidades de la selva, los niños y niñas se encargan de apagar el silencio con sus voces y juegos. Sobre el derrame de crudo de hace una año prefieren no hablar, algunos son huidizos. Como es obvio, el clima de exaltación no es el mismo. No obstante, al consultar a los adultos sobre el derrame afloran los recuerdos, todos ellos tristes sobre chacras con petróleo y menores manchados de crudo.
Un examen integral de salud incluye el análisis de sangre, orina y cabello en los menores para medir la presencia de metales pesados derivados de la actividad petrolera en el organismo, explica una demanda de amparo interpuesta contra el Estado por organizaciones de la sociedad civil, que asesoran legalmente a las comunidades de Nazareth y Wachapea. Hasta el momento, el Estado no ha manifestado interés por hacer dicho examen, pese a que la citada demanda fue presentada en noviembre del año pasado ante el Juzgado Mixto de Bagua.
El organismo técnico con la capacidad de realizar el examen de metales es el Centro Nacional de Salud Ocupacional y Protección del Ambiente para la Salud (CENSOPAS). A través de un correo electrónico, dicho centro confirmó que hasta el momento no ha sido convocado para actuar en la zona. Javier Falcón, ingeniero sanitario y director del Censopas, con solo semanas en el cargo, sostiene que para que el Centro pueda actuar debe ser convocado por la Coordinación Regional de Metales Pesados y Sustancias Químicas de la región, en este caso Amazonas, que a su vez debe coordinar con la oficina de Estrategia Nacional de Metales Pesados y Sustancias Químicas del Ministerio de Salud (Minsa).
A un año de ocurrido los hechos, es natural preguntarse qué tan efectivo resulta hoy realizar un examen por metales. Según Lenin La Torre, de la Red de Salud de Bagua, los metales pesados pueden permanecer en el organismo por años. Aunque aclara que esto suele ocurrir, principalmente, en casos de minería. Por su parte, Falcón sostiene que los menores al no haber estado expuestos al petróleo de manera crónica o permanente, se hace difícil el encontrar rastros de metales pesados en sus cuerpos, ya que el mismo se encarga de degradarlos. Incluso, sostiene, el tener dichos metales por encima de los llamados “valores referenciales” no implica necesariamente que se vaya a tener una enfermedad.
Lo concreto en este punto es que a la fecha las comunidades reclaman que se cumpla con los citados análisis, de sangre, orina y cabello. Los únicos de ese tipo que se han realizado provienen de la sociedad civil. Las muestras fueron enviadas a un laboratorio en Canadá, dando como resultado en algunos de los menores –la muestra total es de 25 niños y niñas de cuatro comunidades– porcentajes ligeramente mayores a los valores referenciales en cadmio y mercurio. El hijo de Lucia Kayap figura entre los que superan dichos valores.
Un mapa de actores responsables
Georgina Rivera recuerda que su madre le contaba de niña el temor que el Oleoducto generaba en la gente que vivía en sus alrededores. En aquellos tiempos, narraba su madre, cada vez que el oleoducto bombeaba se escuchaba un estruendo. “Pensábamos que eso iba explotar y que todo se iba a quemar, por eso varios nos íbamos a vivir a otra comunidad”, recuerda Georgina que le decía su madre. Esa explosión de alguna manera se dio, y los responsables aún se guardan en la sombra.
Para Ismael Vega, director del Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica (CAAAP), se debe partir de una premisa que considera irrebatible: “es el Estado el que tiene la obligación de proteger y garantizar la vida y los derechos de las personas que pertenecen a los pueblos y comunidades, especialmente de los que habitan en zonas cercanas al Oleoducto Norperuano”. Quien se anime a trazar una línea de tiempo podrá encontrarse primero con que el Estado no informó adecuada y oportunamente sobre los peligros que implica vivir cerca de una infraestructura de la magnitud del Oleoducto. Luego, así lo han señalado organismos como el OEFA (Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental) y el Osinergmin (Organismo Supervisor de la Inversión en Energía y Minería), la empresa no ha cumplido con su obligación de dar mantenimiento al ducto, lo que ha derivado en que solo en el 2016 se reporten más de una decena de derrames.
Se suma a ello el desempeño que ha tenido la empresa en lo que duró atender el derrame. Varios padres de familia cuestionan que esta no haya tomado acciones a fin de evitar que los menores tengan contacto con el crudo acumulado en los bordes del Chiriaco. En el caso de Nazareth, los “ingenieros” de la empresa convocaron a participar del recojo del crudo, a cambio de dinero, y luego se retiraron. Volvieron a aparecer al día siguiente cuando el daño a menores y adultos ya estaba hecho.
Tras el derrame, se vio que algunas oficinas no sumaban a reparar los daños; por el contrario, facilitaban el camino a la vulneración de derechos fundamentales como el derecho a la salud, a la vida digna y a gozar de un ambiente adecuado y equilibrado, cuyas implicancias figuran de manera detallada en la demanda de amparo interpuesta por la sociedad civil contra, específicamente, el Ministerio de Salud, el OEFA, y el Gobierno Regional de Amazonas. Contra el primero por no “brindar atención médica especializada e idónea a los miembros de las comunidades nativas afectadas por el derrame”. Contra el segundo por no imponer medidas correctivas y sancionadoras contra Petroperú por tratarse de un caso de derrame reincidente (en el 2014 se derramó petróleo en Cuninico, Loreto, originado por el mal estado del Oleoducto). Y contra el tercero por su desempeño en la “gestión del riesgo de desastres”. Según la demanda de amparo “hubo una negligencia inexplicable por parte del Estado peruano y Petroperú, para actuar con inmediatez, rapidez e idoneidad”.
“La empresa no está preparada para este tipo de emergencias. ¡Cómo Petroperú va a comunicar que recojan crudo cuando saben que prácticamente es un veneno esto!”, dice rotundo Otoniel Danducho, alcalde del distrito de Imaza, en su oficina en Chiriaco.
Para la elaboración de este informe se solicitó la versión de Petroperú, pero no obtuvimos respuesta. El OEFA exigió tras el derrame que la empresa presente un cronograma para el mantenimiento y reemplazo del ducto. Todo indica que ese cronograma no existe. Por su parte, la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (SUNAFIL) empezó en marzo de 2016 una investigación para determinar si se cometieron o no infracciones a la normativa sociolaboral y de seguridad y salud en el trabajo, así como otras vulneraciones a los derechos laborales que se detectaran, según reseña el diario Gestión. Consultado sobre el tema de los menores que participaron en la limpieza del crudo, la Sunafil contestó de manera escueta en un correo electrónico, que “no se detectó el incumplimiento respecto de las materias contenidas en la orden de inspección.”
Por su parte, la Defensoría del Pueblo no tiene registros de seguimiento al estado de salud de los menores. Su trabajo se concentró, según explica su representante en Amazonas, Segundo Guevara, en acompañar el proceso de reparación monetaria que se tuvo con los propietarios de los predios que fueron afectados con la contaminación de la quebrada de Inayo. También se buscó la posición del Viceministerio de Interculturalidad, oficina encargada de velar por el respeto de los derechos de los pueblos indígenas, pero esta no se obtuvo.
En perspectiva
Para Rodrigo Lazo, el derrame de Chiriaco da cuenta de un “problema estructural” que tiene que ver con las “fuentes monetarias”. En esa línea, explica que al no contar con ingresos fijos y suficientes, es comprensible que las comunidades acepten ofrecimientos como recoger crudo de petróleo a cambio de dinero pese a los peligros que esto implica. En algunos casos esto fue lo que se vio en Nazareth y Wachapea, adultos y jóvenes que pedían trabajar en el recojo del crudo, a costa de sacrificar su salud. Peor aún, dice Lazo, ante la ausencia de un Estado que brinde oportunidades, lo que se ha conseguido es “convertir a la población damnificada en trabajadores”, lo que le da a la empresa una posibilidad de manejarlos, agrega. Se trata de un modelo perverso que se ha replicado en posteriores derrames.
Entonces, surgió una mecánica maligna dentro de las comunidades: los propios comuneros se convierten en remediadores de su propia tragedia. A fin de obtener ingresos, iban rotando, hombres y mujeres, hasta que a mediados de año el trabajo para todos ellos concluyó. La última semana de febrero, una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) llegará a la zona como parte de una agenda que incluye la visita a varios puntos de la selva afectadas por derrames. Dicha delegación estará encabezada por Paulo Vannuchi, relator para Perú de la CIDH.
El petróleo derramado hace un año no está ahora a la vista, es cierto, pero las heridas que ha causado en varios padres y madres de familia y en los menores, aún no cierran. Lo que en otro país pudo ser un escándalo de varios meses, en Perú solo fue portada de algunos días. En Wachapea, Yolanda Tomas sostiene la camisa manchada de petróleo de su hijo. Como ella, varias madres de familia aún se preguntan por qué el Estado no respondió adecuadamente a la tragedia. Un año ha pasado y aunque resulte irónico, el «punto cero», donde se originó el derrame en Imaza (y donde aún está prohibido el ingreso), tiene en su entrada un letrero en awajún que dice Uchi tsakat aidauk takatnumag juwasji, que en castellano quiere decir “Aquí no se permite el ingreso de menores para trabajar”. Algunas palabras pueden hacer la diferencia. Tal vez el mismo cartel colocado en el lugar correcto y con ello la suma de varias acciones, habría cambiado un poco esta historia.