El Estado peruano, desde su creación, ha preferido tratar su complejidad y riqueza multiétnicas como una debilidad y, muchas veces, como un problema para el desarrollo en lugar de abrazarlas y aprovecharlas
Por: Ismael Vega y Débora Oddo (CAAAP)
16:40|23 de julio de 2019.- A pesar del tiempo transcurrido, lo más seguro es que lleguemos al 2021, año del Bicentenario de la Independencia del Perú, sin que la clase política que ha gobernado durante toda nuestra vida republicana haya sido capaz de imaginar un país plurinacional, multilingüe y pluricultural que marque un punto de inflexión con la vieja estructura estatal integracionista marcada, todavía, por una visión hegemónica occidental. Seguimos teniendo una clase política que no admite el fracaso al que nos ha llevado la perspectiva dominadora eurocéntrica impuesta desde hace más de cinco siglos. La postergación de los pueblos indígenas y la historia de despojo que se ejerce contra ellos continúan orientando el modelo de desarrollo y las políticas del Estado.
En medio de este escenario siempre complicado para los pueblos indígenas, percibimos una confusión ontológica recurrente que permite entender las razones de la persistencia de un pensamiento tan equivocado y asfixiante respecto a la diversidad.
En la actualidad todavía se suele hacer referencia automática a cualquier país, Perú incluído, como un nation-state o ‘Estado-nación’, es fundamental señalar la diferencia con el concepto de national state o ‘Estado nacional’ (Tilly, citado en Calhoun, 1993). De hecho, el primero es algo que raramente existe en el actual sistema mundial, pues se refiere a aquel Estado que incluye una sola nación, un único pueblo de personas autodefinidas, con una cultura y un territorio histórico en común. Por otro lado, un Estado nacional está más asociado con un poder gubernativo que intenta controlar, organizar e integrar sus pueblos y territorios con el fin de implementar un desarrollo económico. Por eso, actualmente se ha intensificado un proceso de state-building o ‘construcción del Estado’ para homogeneizar las diferentes culturas de un mismo país. Este proceso se ha acentuado con el desarrollo económico capitalista que promueve mercados de gran escala, transformando las unidades de actividad e intereses económicos. Recordemos cómo gracias al auge del guano en el decenio de 1840, el Estado peruano tuvo una oportunidad para su consolidación, unificación ‘nacional’ y desarrollo económico proporcionando la falta de capital privado, fomentando la inmigración e integrando la poblacion indígena en la economía de mercado. En particular, la construcción de ferrocarriles fue vista como medio para el ‘progreso’ y una ‘elevación moral’, acelerando la movilidad rural y el contacto cultural desde que ‘dos tercios del país aún no se han hecho peruanos’ (Malinowski, citado en Soifer 2015: 51). Además, este poder infraestructural permitía al Estado agilizar la llegada de tropas en caso de revueltas (Soifer 2015).
Próximos a conmemorar el Bicentenario de la Independencia el 28 de julio de 2021, ésta se remite únicamente a la que se obtuvo contra la colonización del imperio español. Sin embargo, la mayoría de la sociedad de este ‘Perú independiente’ ha continuado asumiendo y practicando una ‘colonial-modernidad’ que constituye un patrón de poder a nivel hegemónico mundial – incluso hoy que está en un periodo de crisis – que es responsable, entre otras cosas, de la racialización, del patriarcado, del etnicismo y del autoritarismo militarista en los sectores sociales de poder (Quijano 2013, 2014).
El desprecio a los indígenas – a través de la continuidad de la esclavitud, su tributo, su discriminación y exclusión – fue uno de los ejes centrales en la formación del Estado peruano: implantándose la máscara de una igualdad jurídica, invisibilizó su participación política y los fue despojando de su derecho a la tierra. También es cierto que a lo largo del siglo XX, se reconocieron algunos derechos – como el voto de los analfabetos (principalmente indígenas) y la escolarización – al igual que el reconocimiento de las comunidades nativas y campesinas después de casi 150 años de proclamada independencia. Además, se crearon varios institutos ad hoc, como el Instituto Nacional de Desarrollo de los Pueblos Andinos, Amazónicos y Afroperuanos (INDEPA), y actualmente, contamos también con un Viceministerio de Interculturalidad, dentro del Ministerio de Cultura. En este largo camino, los pueblos indígenas han sufrido y luchado contra políticas estatales de asimilación implementadas tanto por dictaduras como por gobiernos ‘democráticos’. Ambos, mediante la incesante jerarquización socioeconómica y política, lograron que la palabra indígena fuera asociada a la condición de siervo, pobre, analfabeto y alejado del imaginario nacional.
Uno de los peores momentos vividos por los pueblos indígenas durante la historia republicana peruana se sitúa a finales del siglo XIX y en las primeras dos décadas del siglo XX. La ‘fiebre del caucho’ impactó gravemente la vida de los indígenas. No sólo fueron tratados como esclavos, además miles murieron producto del asesinato, tortura y/o enfermedades y muchos otros fueron desplazados, despojándolos de sus territorios y obligándoles a cohabitar con otras comunidades, tal vez rivales. Todo eso con la aprobación del Estado que veía en la explotación del caucho un impulso para la migración europea en la región amazónica y beneficios para el tesoro público. Esta nefasta etapa de nuestra historia se acabó principalmente por la caída del precio del caucho en el mercado, que de alguna manera evitó la completa exterminación de los indígenas.
Asimismo, durante las dos décadas (1980-2000) del periodo de violencia política y conflicto armado interno, entre los grupos terroristas Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru) contra el Estado, el 75% de los 70 mil peruanos y peruanas que fallecieron eran indígenas de origen quechua y en menor medida de origen amazónico, especialmente indígenas asháninkas que se encontraban entre la población más pobre del país.
Por último, merecen ser mencionadas las reformas económicas de huella neoliberal y su correlato ‘fujishock’. Con un aumento de los precios de los productos básicos (desde el 300% al 800%), el número de pobres aumentó y las identidades sociopolíticas tuvieron un cambio radical (Pajuelo Teves, 2007). Siempre bajo el gobierno Fujimori, los derechos territoriales de las comunidades indígenas fueron mitigados en dos ocasiones. Con la Constitución de 1993, las tres características de la tierra – inalienabilidad, inembargabilidad e imprescriptibilidad – fueron reducidas solo a esta última, sentando las bases para la privatización de las tierras y dando un profundo golpe al concepto propiamente comunitario. Eso fue acentuado, aún más, con la Ley de Tierras (Ley N°26505) de 1995, la cual potenció la titulación individual de la tierra.
La obsesión integracionista y homogeneizadora del viejo Estado populista e incluyente que se comenzó a visualizar en las primeras décadas del siglo XX – especialmente a partir del gobierno de Leguía – nunca supo entender la diversidad cultural del Perú y la relación fundamental de las identidades étnicas con sus territorios. Esto tampoco pudo ser superado por el gobierno de Belaunde con su errático discurso de mestizaje y su campaña electoral basada sobre el fundamento ideológico ‘El Perú como doctrina’ y ‘La conquista del Perú por los peruanos’.
El reconocimiento mismo a la propiedad comunal gracias a la Ley de Comunidades Nativas y de Desarrollo Agrario de las Regiones de Selva y Ceja de Selva (Decreto Ley N°22175) de 1978, si bien fue un intento para fortalecer el acceso de los pueblos indígenas a la tierra y los bosques y oficializar su propiedad, se hizo imponiendo, equivocadamente, a los pueblos indígenas amazónicos los mismos parámetros aplicados a las comunidades andinas. De hecho, el Estado les reconoce el título de propiedad solo de las tierras de función agrícola y ganadera y, en base al artículo 11, les confiere los bosques o áreas de uso forestal a través de la cesión en uso. Por supuesto, el Estado peruano nunca ha entendido la connotación de territorialidad integral, sino conferido estrictamente como ‘un privilegio de usar la tierra, que no garantiza el derecho de controlar efectivamente y ser propietarios de su territorio sin ningún tipo de interferencia externa’ (citado en el Informe Alternativo del Grupo de Trabajo sobre Pueblos indígenas de la CNDDHH, 2018: 23).
Nunca se pudo superar el, a veces oculto y otras veces abierto, afán integracionista del Estado que podía convivir con los indígenas y aceptarlos siempre y cuando estos renunciaran a elementos fundamentales de su identidad como su cosmovisión y el territorio para hacerse un ciudadano occidental, blanco-mestizo, urbano… a través de los proyectos de colonización, escolarización, imposición del idioma y otros procesos.
Ahora, luego de casi 200 años, los pueblos indígenas y particularmente los que habitan la Amazonía, incluso admitiendo avances en el reconocimiento de sus derechos producto de sus luchas y de sus muertos, siguen siendo vistos con el viejo cristal de los conquistadores y la versión moderna del colonialismo bajo el ropaje ‘democratizador’ de la globalización neoliberal y el Estado ‘democrático’. La gesta injusta y violenta de ayer es la que hoy se manifiesta en forma de extractivismo minero y petrolero y megaproyectos como la Iniciativa de Integración Regional Sudamericana (IIRSA), un nuevo proyecto colonizador de los estados ‘modernos’ que busca invadir territorios, someter la naturaleza y explotar recursos ignorando y atropellando los derechos de pueblos que los habitan desde tiempos ancestrales.
Territorios Integrales y Autogobiernos Indígenas
A pesar de la asimetría de poder que se mantiene a lo largo de la historia, y de los antiguos y modernos colonialismos, los pueblos indígenas siguen vigentes y desde sus territorios desafían el orden establecido, cuestionan el poder injusto que no ha sido capaz de imaginar y construir un país en el que todos y todas podamos reconocernos como parte de un ‘nosotros diverso’.
Aunque sin duda se han producido cambios y avances en la relación ‘Estado- pueblos indígenas’, el modelo extractivista, patriarcal y racista sigue orientando el crecimiento económico y las políticas sociales del Estado. Muestra de ello es lo que viene sucediendo con la consulta previa a los pueblos indígenas. Si bien se han logrado implementar 45 procesos de consulta, muchas veces estos se han convertido en un procedimiento que no busca un acuerdo basado en un diálogo intercultural, sino que se propone convencerlos de los supuestos beneficios de los proyectos extractivos y megaproyectos para que digan que están de acuerdo porque para el Estado son de necesidad nacional y absolutamente prioritarios para el ‘desarrollo’ del país.
De acuerdo al informe de CooperAcción y Oxfam (Leyva, 2018) y del Grupo de Trabajo sobre Pueblos Indígenas de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (2018), la consulta previa ha sido muchas veces una medida adicional remitida en etapas finales del proceso administrativo, cuando las decisiones sustanciales ya estaban tomadas, y no siempre los acuerdos han sido aplicados. Si bien se han llevado a cabo importantes procesos de consulta, estos no han alcanzado acuerdos cualitativamente importantes o están llenos de cuestionamientos como lo que viene sucediendo con el Lote petrolero 192 en Loreto y el proyecto Hidrovía Amazónica en Loreto y Ucayali. Finalmente, hay que decir que el Congreso de la República se niega a consultar a los pueblos indígenas y en los últimos años ha aprobado una importante cantidad de leyes que afectan directamente sus derechos humanos.
Entonces, la amenaza y el despojo a los territorios indígenas se mantienen vigentes y se siguen expresando en la migración forzada, la reprimarización económica, la compra y acaparamiento de tierras por inversionistas peruanos y extranjeros, y la privatización de los bienes comunes de la naturaleza. A partir de la década de los 80 y más intensamente en los 90 y gracias al fortalecimiento de su participación política y una mayor articulación de las organizaciones indígenas, algunos pueblos han comenzado a reivindicar extensos espacios territoriales como una estrategia para defender y recomponer sus territorios integrales ancestrales. Dicha estrategia se sustenta en la vigencia de leyes internacionales como el Convenio n°169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes (1989) de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (2007) que reconocen el derecho primordial a la libre determinación de las comunidades indígenas, cuyo ejercicio no es posible si se impide el acceso al territorio ancestral.
“Sin territorio, no somos nada”. Así se expresó la lideresa awajún Raquel Caicat durante el evento de conmemoración de los hechos del llamado Baguazo de hace 10 años (Universidad San Marcos, 09/06/2019). Por cierto, el territorio es el principio y el fin de los retos que los pueblos indígenas enfrentan desde hace más de 500 años (Baena, 2015). El territorio no solo es crucial, también es vital: manifesto del estatus material de las sociedades a través de sus producciones y reproducciones, el territorio plasma tanto la prosperidad o la aflicción de los pueblos que en él y de él viven como también sus propias identidades culturales. Por lo tanto, esto explica la importancia misma de las titulaciones y, en general, del reconocimiento de los derechos territoriales en relación con las desigualdades sociales y la consecuente demanda de autogobiernos de los territorios indígenas.
El Perú es uno de los pocos lugares donde tanto la batalla de las organizaciones indígenas por la Amazonía como la defensa del medio ambiente y la lucha contra el cambio climático a nivel internacional (que reconoce el importante rol de los indígenas) podrían cristalizarse con el reconocimiento de los territorios integrales indígenas.
Pero esto no implica que el camino deje de ser incongruente y lento. Un ejemplo de esto es la autorización otorgada en 2016 a un proyecto, derivado de la incidencia indígena, para intensificar la competencia de monitoreo, reporte y verificación (MRV) de los procedimientos de reforestación y protección de los bosques. Sin embargo, las trabas burocráticas del Estado no permitieron la ejecución de esta interesante propuesta indígena. Además, a pesar de los empeños supuestamente demostrados por el Estado peruano, un informe de 2014 muestra cómo la deforestación ha ido en aumento desde 2010, sobre todo a causa de las extracciones de oro, plantaciones de palma de aceite y proyectos de infraestructura. Todo esto demuestra claramente la incongruencia estructural por parte del gobierno (y de las financieras multinacionales) de incentivar el desarrollismo extractivista- con el consiguiente incremento de emisiones de CO2- y simultáneamente llevar a cabo los compromisos para reducirlas. Contrariamente, el Estado ha promulgado normativas que ponen en peligro la seguridad jurídica de los territorios indígenas (Espinoza Llanos y Feather, 2018).
Así que son estas ambigüedades las que fomentan la lucha de los pueblos indígenas e impulsan la búsqueda y la importancia de una definición de ellos mismos, sus territorios y sus derechos.
Los pueblos, naciones o comunidades indígenas constituyen grupos culturalmente diferenciados, enclavados dentro de sociedades nacionales producto de la expansión imperialista, la conquista y la colonización. El gran número de comunidades indígenas que todavía sobreviven en el continente americano, son pueblos que generalmente se caracterizan y se autodenominan como indígenas. Son indígenas porque tienen vínculos ancestrales con el territorio en el que viven, o en el que desearían vivir, de manera mucho más profunda que otros sectores de población que viven en esas mismas tierras, o junto a éstas. Además, son pueblos en la medida de que constituyen comunidades diferenciadas con una continuidad de existencia e identidad que los vincula con las comunidades, tribus o naciones de su pasado ancestral (Anaya, 2005: 24).
Ancestral es el territorio y ancestrales son los saberes y las prácticas de esos pueblos que, involucrados dentro del ‘mundo rico’, deben ahora unirse a una mercantilización a toda costa, donde todo se compra y todo se vende (Acosta, 2015). La existencia misma de esas naciones indígenas y su dominio sobre sus territorios desde antes de la imposición colonial es lo que les permite reivindicar una autonomía dentro de un Estado que tiene englobadas muchas comunidades. Es por esta razón que algunos pueblos indígenas amazónicos han comenzado por su propia iniciativa a pensar y elaborar un conjunto de planes, haciendo una delimitación propia de sus territorios ancestrales como parte de una estrategia y propuesta política para garantizar la propiedad de sus territorios y asegurar su continuidad como pueblos.
En realidad se trata de un esfuerzo que viene desde mucho tiempo atrás, llegando a la actual configuración jurídica en paralelo a la culminación de la expansión colonial y mercantil, y de la proliferación de los instrumentos educativos y de comunicación que han promovido la expropiación territorial de los pueblos indígenas. La formación de la terminología misma de comunidades nativas de los últimos 45 años se debe a acontecimientos que “(…) se ubican en un proceso de largo alcance en el cual marcan un hito importante, pero del que son de alguna manera parte constitutiva: el desmembramiento de las unidades territoriales étnicas” (citado en Chirif y García Hierro, 2007: 157). Es en esta línea que las nociones de identidad, autodeterminación y territorio han empezado a ser parte del discurso político del ascendente movimiento indígena mundial.
Sin embargo, los pueblos indígenas no piden separarse ni hacerse independientes respecto al Estado peruano. Su justa y legítima demanda se sustenta en lo establecido en el Convenio N°169 de la OIT que presenta un inciso de salvaguarda que fija cómo la denominación de pueblos “no deberá interpretarse en el sentido de que tenga implicación alguna en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional” (artículo 1.2), marcando la imposibilidad legal de destacamento de dichas etnias de su propio Estado (Figuera Vargas, 2010).
Entonces los pueblos indígenas, haciendo referencia tanto a la Constitución política (artículo 89) como a las normativas de derecho internacional, desarrollan su propia protección, alcanzando tal vez proyectos de autogobierno. En base a esto, varios pueblos de la Amazonía peruana vienen construyendo sus proyectos de autogobierno siguiendo la mencionada declaración de la ONU sobre los derechos de los pueblos indígenas, suscrita por el mismo Estado peruano (siendo uno de los 143 países que votaron a favor) y que, a pesar de no tener carácter vinculante para los estados, es un parámetro obligatorio dentro del orden jurídico mundial. El artículo 3 explica bien como “los pueblos indígenas tienen derecho a la libre determinación. En virtud de ese derecho determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural”. Además, según el artículo 4, “los pueblos indígenas, en ejercicio de su derecho de libre determinación, tienen derecho a la autonomía o al autogobierno en las cuestiones relacionadas con sus asuntos internos y locales (…)”.
Algunos líderes indígenas explican la autonomía como el derecho que tienen para autogestionarse, autogobernarse y tomar sus propias decisiones, conllevando “el reconocimiento de pueblos indígenas como entidades públicas, con capacidad legal y con la garantía de poder emitir normas dentro de su jurisdicción y de participar en la elaboración de las políticas estatales, departamentales, etc” (citado en Figuera Vargas, 2010: 115).
Más en concreto, tal como se plantea en la visión de Tajimat Pujut o Vida Plena del pueblo awajún, su idea misma de autogobierno deriva desde una libre determinación interna que le permita elegir sus caminos de desarrollo y a la vez ser parte del Estado (Villalopo y Vega, 2018). El pueblo awajún que habita un extenso territorio, que abarca parte de Loreto, Amazonas, Cajamarca y San Martín, viene construyendo colectivamente su territorio integral y su proyecto de autogobierno. Se trata de un proceso complejo, sujeto a avances y dificultades, a consensos y disensos, y actualmente ya han validado y aprobado su estatuto del futuro Gobierno Territorial Autónomo Awajún (GTAA).
La nación wampis logró constituir su gobierno territorial autónomo el 29 de noviembre de 2015 después de un largo proceso que abarcó más de 50 reuniones comunales y 15 asambleas generales. La nación wampis consolida así sus derechos indígenas y recalca el particular nexo espiritual con su territorio ancestral: “Nuestro territorio, Iña Wampísti Nunke, es uno solo e integral, y su gobierno se denominará ‘Gobierno Territorial Autónomo de la Nación Wampís”’ (artículo 2, Estatuto del Gobierno Territorial Autónomo de la Nación Wampis).
Emblemático es también el caso del pueblo Achuar de la zona de Pastaza, en Loreto. El año 2012, después de años de venir demandando ante el Estado peruano el reconocimiento de su título integral como pueblo y frente a nuevas amenazas de concesiones petroleras en su territorio ancestral, este pueblo presentó su caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Asimismo, el poder judicial, reconociendo su derecho a la autodeterminación, le ha reconocido el derecho a la ‘titulación colectiva’ de su territorio ancestral y sus recursos naturales en cuanto indispensables para la supervivencia misma del pueblo (Sierra Praeli 2018). Constituyéndose como autónomo, el pueblo Achuar ha sido reconocido como tal por el Gobierno Regional de Loreto. Lamentablemente el Ministerio de Cultura ha presentado una impugnación contra este reconocimiento y actualmente el Tribunal Constitucional viene procesando este caso. Esperamos que el Tribunal resuelva a favor del pueblo Achuar.
Sin embargo, estamos ante procesos socioculturales y políticos complejos que requieren plazos de mediano y largo aliento. Por un lado, los pueblos indígenas a través de su propias organizaciones necesitan hacer un intenso trabajo al interior de cada pueblo y, por otro, hacia afuera es necesario recorrer el difícil camino del reconocimiento del Estado. Las experiencias y los procesos de construcción de autogobierno iniciados por los pueblos mencionados van marcando un camino irreversible porque están convencidos de que imaginar y construir su autogobierno es la única alternativa para defender y garantizar sus territorios frente a la inseguridad y el peligro que representa el modelo de desarrollo actual, basado en la extracción de recursos naturales, los megaproyectos y la intervención de sus territorios.
Como podemos ver, existen ya otros modelos teóricos y prácticos de contenido político y jurídico que permiten concebir una autonomía y una descentralización del poder del Estado, y que quieren circunscribir y regular más el ejercicio de este último para así reducir las violaciones y las injusticias (Baena 2015).
Por su parte, el Estado peruano, desde su creación, ha preferido tratar su complejidad y riqueza multiétnicas como una debilidad y muchas veces como un problema para el desarrollo en lugar de abrazarlas y aprovecharlas. Sin embargo, la reivindicación y el fortalecimiento de la diferencia étnica y los procesos de resistencia en marcha por parte de los pueblos indígenas siguen cuestionando y poniendo desafíos al poder estatal. La paradoja es que si bien el escenario actual y la relación entre el Estado y los pueblos indígenas son muy diferentes a los del siglo XX, los problemas de fondo que implica esta relación siguen vigentes.
Los pueblos indígenas amazónicos continúan muy vivos, y el Estado ha hecho esfuerzos para el reconocimiento de algunos derechos indígenas muy importantes como la consulta previa y la promoción y uso de las lenguas originarias (Ley N°29735), entre otros. Pero simultáneamente mantiene una política de crecimiento económico que no solo amenaza, sino que desconoce los derechos indígenas y debilita los estándares ambientales para favorecer la inversión privada y las empresas nacionales e internacionales.
Los territorios integrales y el autogobierno indígena tienen que ver con deudas históricas y problemas de fondo que, a poco tiempo del Bicentenario de la Independencia del Perú, el Estado debería, por lo menos, empezar a considerar en el diálogo con los pueblos indígenas. Esta sería una buena señal.
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*Ismael Vega, director del CAAAP y coordinador del diplomado en Interculturalidad de la UARM
* Débora Oddo, politóloga por la University of Bristol e investigadora en el CAAAP